miércoles, 14 de enero de 2015

Pepe Viyuela, cómico y actor


- “El humor es un signo fundamentalmente de inteligencia. Un misterio que nos hace sentir colectivos y cuestiona el poder. La comedia tiene una gran potencia crítica”.

- Sobre activismo: “Siempre he tenido la convicción de que no puedes estar fuera. Viajé a Kosovo y fue una iluminación. Luego a Cisjordania, a Irak, volví a Gaza…”.

- “Nos rodearon los marines y nos pidieron la documentación a punta de fusil. Me he roto muchas veces. Incluso actuando. Rompes a llorar y piensas: “No puedo más”.

- “Israel nunca ha tenido intención clara de solucionar el conflicto palestino”, el ISIS, “No se trata de una banda de locos armados”, y Cataluña, “enfrentada al nacionalismo español”.

- Representa estos días El rinoceronte, “una obra que habla sobre los orígenes del fascismo y de cómo nos podemos ir embruteciendo sin apenas notarlo”.

© Rafa Gassó
Por Rafa Gassó
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Pepe Viyuela, más conocido durante los últimos nueve años para el gran público como “Chema”, el tendero de la serie Aída –también como “Filemón” en las dos entregas sobre los célebres personajes del tebeo de Ibáñez, Mortadelo y Filemón-, estrena estos días El rinoceronte, una pieza clave del teatro del absurdo sobre la condición humana que poco o nada tiene que ver con su habitual rol caricaturesco. Nació en Logroño en 1963, “pero a los dos años trasladaron la fábrica donde trabajaba mi padre a Madrid, mi padre nos trasladó a mi madre y a mí, y allí me crié”. Concretamente, en San Sebastián de los Reyes, “mi pueblo ya no de adopción, sino mi pueblo”, subraya, “porque tengo 51”. Licenciado en Filosofía y Arte Dramático, poeta y novelista de verbo ágil y mordaz [“¿Te apetece una cerveza?”. –“No, gracias”. “¡Menudo gggilipollas!”], posee un profundo discurso que le lleva a hablar sobre el humor como herramienta de salvación en los lugares de conflicto que lleva visitando desde las guerras de los 90 (Kosovo, Irak, Palestina); sobre Oriente Medio y el ISIS; sobre la situación política en España y el asunto catalán. También sobre Aída o la vigencia de un antiguo drama que representará hasta el 8 de febrero en Madrid y que habla sobre la manipulación de las masas. La charla, necesariamente larga, tiene lugar durante varios ratos de bar, el pasado mes de octubre, en un hotel de Jerusalén donde se encuentra como parte de la expedición Festiclown Palestina organizada por Pallasos en Rebeldía.

Empecemos por el principio: Háblame de tu formación. ¿Cómo llegas al teatro?
Pues supongo que como llega todo el mundo, porque no tengo antecedentes familiares que se dedicasen a esto. A través de un grupo de teatro juvenil. Había un “grupo parroquial”, así le llamábamos, y todos los fines de semana nos reuníamos para hacer actividades, entre ellas teatro. “Jugábamos”. Luego, ya en el instituto, fue más de seguido, nos veíamos todos los días y montábamos las obras de principio a fin: textos, música, producción… Más tarde seguí en la Universidad y en tercero de Filosofía me presenté, por probar, a Arte Dramático. Y ahí ya compaginé los dos últimos años de Filosofía con la carrera de actor. Y con 23 o 24 años, ya “formado” [“académicamente, que no es más que un título”, explica], no encuentro trabajo y empiezo a tocar mil puertas pero hay otros mil delante de mí, así que encuentro hueco como Auxiliar Administrativo en el Ayuntamiento de Alcobendas, que es el que me mantiene. Estuve tantos años allí que parecía que era el final de mi carrera como actor. La única forma de seguir, aunque fuese como amateur, era inventarme algo que pudiese hacer yo sólo, sin necesidad de una compañía. Y surge este personaje de mimo que empiezo a ensayar en el salón de mi casa y a mostrárselo a la gente cercana. Y es ahí cuando ya me empiezo a “profesionalizar”, actuando en la calle, en bares… Estamos hablando de finales de los 80, sobre el 87. Y Madrid era una ciudad en la que todavía había bastante actividad cultural. Poco a poco el personaje va cogiendo forma, me siento cómodo con él y lo compagino con mi otro trabajo. Los fines de semana me llaman, meto la escalera en el coche, y me voy a actuar… Hasta que llega la televisión y un ojeador me llama para “Cajón Desastre” (TVE), donde había una sección para artistas noveles. Y me cambia la vida, porque comienzo a aparecer todas las semanas en “Pero esto qué es”, un programa que realizaba Hugo Stuven, donde estuve tres temporadas.

¿Cómo se compagina semejante doble vida?
Pues pensando que mi trabajo era lo otro [cómico] y lo de Administrativo era lo que me daba una seguridad para mi hijo y para mi mujer, Elena. Seguía leyendo mucho, haciendo cortos, participando en todo lo que me ofrecían, pero como una afición más. O sea, como el que le da por ir a pescar los fines de semana. Sin cobrar un duro.

Cuando veníamos en el avión con Iván Prado [director y alma mater de ‘Pallasos en rebeldía’] recuerdo haberte oído hablar de Gila, a quien los sublevados franquistas “fusilaron mal”, según él mismo contaba, y pudo escapar haciéndose el muerto. Es curioso que muchos de los grandes cómicos alberguen historias dramáticas detrás. ¿Es tu caso?
No, la verdad es que he tenido una vida bastante tranquila en lo emocional. No he sufrido de niño, he tenido una vida estupenda y mis padres se querían mucho. Era un niño normal, mi hermano también, y de mayor tampoco he tenido ningún sobresalto. Lo que me llevó al humor es ver lo bonito que es y lo bien que se pasa. La comedia no sólo disfruto haciéndola, sino también viéndola.

¿Cuáles son tus referentes?
Muchos, pero cuando empecé a hacer este personaje pensé que si tenía alguna posibilidad en el mundo de humor era callándome [risas]. Empecé escribiendo cosas, pero no me gustaban, no me parecían lo bastante ingeniosas. Tendía a copiar, inconscientemente, a gente que me atraía, como Gila o Tip y Coll. Copias malas, además. Así que decidí callarme y de alguna manera volví a mis referentes de la infancia, como Chaplin o Buster Keaton, aquel cine mudo que aún no te podías “descargar” pero sí se podía comprar en VHS. Me compré una colección de cómicos de cine mudo que ni conocía, incluso muchos de esos nombres ya no los recuerdo. Y cuando empecé a trabajar sobre eso sentí que no estaba haciendo una mera copia. Había algo que me permitía hacer algo distinto, podía aportar algo personal. Tenía también un referente mucho más cercano, que fue Charlie River, y con esa idea en la cabeza comencé a “jugar”, que para mí es una palabra clave en mi trabajo. Y bueno, de ahí también viene que mi personaje no utilice colores en el vestuario y que la nariz roja casi me estorbe, ya que viene de ese mundo en blanco y negro. De alguna forma, todos los números que conservo son los del principio, los que he ido haciendo después los tengo almacenados. Y tienen 30 años.

La pregunta difícil: ¿Qué es el humor?
[Silencio]. Te iba a decir qué es para mí el sentido del humor, que es más fácil de contestar… [risas].

Puedes responder a las dos.
[Risas]. A ver si una me lleva a la otra. El sentido del humor es esa capacidad que tenemos los seres humanos de relativizar la realidad y convertirla en algo más digerible, sobre todo cuando se aplica a momentos malos o trágicos. Y cuando no es así, siempre es una herramienta de convivencia que facilita mucho las relaciones, que posibilita que te encuentres bien con la gente. Creo que el sentido del humor es un signo fundamentalmente de inteligencia. Se ha dicho muchas veces, pero no está de más repetirlo, que el único animal que ríe y hace reír es el ser humano. Es un impulso que es un misterio pero nos hace sentir colectivos. Se usa contra el poder, cuestiona totalitarismos e integrismos. La mayor crítica que se haya podido hacer del nazismo está en El gran dictador (Charles Chaplin, 1940). La comedia tiene una gran potencia crítica, con bastante más profundidad que la mayor de las tragedias, porque se puede hacer con una finura que llega hasta el fondo. Y el humor yo creo que es ese terreno misterioso en el que a veces quieres entrar pero no sabes cómo. Además es una cosa, no sé si lo decía Gómez de la Serna o Jardiel Poncela, que “el humor es algo que si intentas definir te lo cargas”. Y por eso es tan mágico y misterioso. Decían los griegos que el humor es la tragedia vista desde fuera. Una energía [sonríe].

¿Te ha servido a ti de protección?
Claro. Hay algo terapéutico en él. Todos hemos comprobado que cuando estás de mal humor las cosas van peor. El humor ayuda a vivir y a superar frustraciones. Y en unos tiempos en los que usamos tantos fármacos para mejorar nuestro estado de ánimo, posiblemente bastaría con reírnos con amigos o mirarnos al espejo y reírnos de nosotros mismos. Cuando las cosas no tienen solución, creo que es mejor echarle humor. En los momentos más terribles todos hemos tenido una idea que nos ha hecho reír.

“La comedia tiene una gran potencia crítica”. Me quedo con esa frase. ¿A partir de qué momento decides significarte políticamente?
No creo que sea un momento concreto. No sé si te refieres al hecho de que vaya en una lista de un partido político en unas elecciones municipales. Siempre he tenido la convicción de que no puedes estar fuera, si vives en sociedad tienes que estar implicado puesto que todo lo que ocurra en ella te afecta. Y en la medida de tus posibilidades, tienes al menos que intentar cambiar las cosas que no te gusten. Si no, no vas a tener derecho a quejarte.
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Pepe Viyuela, en Palestina, esperando "el tren de la esperanza" © Rafa Gassó

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Háblame de tu militancia.
Es que es algo de siempre. En el instituto ya me implicaba en las huelgas estudiantiles. Luego, en el trabajo, también he peleado. Me parece una cuestión de formación, me han educado en la idea de que no puedes pasar de la gente. La gente te tiene que importar. Si vives en sociedad tienes que estar ahí. Si no, vete a vivir al campo. Y sí, para las últimas elecciones municipales me llamaron de un grupo de San Sebastián de los Reyes que es “Izquierda Independiente”, un partido estrictamente local que no tiene implantación más allá del pueblo. No milito pero sí que conozco gente ahí y además me gusta mucho lo que hacen y cómo lo hacen. Me propusieron estar [en lista] para darle más visibilidad al proyecto y acepté. La única condición que puse es estar lo suficientemente retrasado en esa lista como para no poder salir elegido. No quiero dejar mi trabajo para ser concejal. Mi compromiso llega hasta suscribir un programa político que me parece bueno para mi pueblo. Pero no llego a más. Además, creo que no lo haría bien. Ni soy un buen gestor ni tengo madera de líder. Puedo sumar, pero no tirar del carro.

Háblame entonces de tu actividad como cooperante en zonas de conflicto.
Hacia el año 93 me enteré de que había una ONG que se llamaba “Payasos sin Fronteras” y mi primera reacción fue pensar que se trataba de una burla a las ONGs, que empezaban a proliferar con ese nombre. Y sólo con eso me pareció interesante. Pienso que la cooperación tiene bastantes claroscuros, en general, y quise saber quiénes eran estos. Me leí el proyecto y me di cuenta de que eran payasos con la idea real de trabajar en conflictos. Conocí la historia de Tortell Poltrona [su fundador], y de cómo creó la ONG, que fue en un colegio de Cataluña en la que por aquel entonces, durante la guerra de la antigua Yugoslavia, celebraba una “semana por la paz” para concienciar a los niños sobre el horror de la guerra y de su cercanía, en pleno corazón de Europa. Debatían con los críos sobre posibles soluciones a los conflictos, de por qué arreglan sus diferencias a bombazos y matándose y no de otra manera, y les preguntaron qué harían ellos para acabar con las guerras, a lo que muchos contestaron: “¡Pues enviando payasos!” [ríe]. Y de ahí nace la cosa. De una idea loca en el mejor de los sentidos. Pensarían, “joder, cada vez voy a ver a un payaso me río y lo paso de puta madre y cuando salgo no tengo ganas de pegar a nadie”. Y como les habían preguntado qué hacer para acabar con aquel conflicto y habían propuesto una solución, a Poltrona no le quedó otra que ponerla en marcha. Al principio pensó que era una tontería, pero empezó a darle vueltas y se fue a Bosnia. Aquella experiencia le impactó tanto, con tan buenos resultados, que a su vuelta puso la ONG en marcha. Yo la conocí a los dos años de estar funcionando y me puse en contacto con ellos. Dudé mucho al principio, soy muy escéptico, pero luego hablando con gente que ya ha había viajado…

… acabaste en Kosovo.
Viajé a Kosovo y fue una iluminación, sí. Recuerdo que aterricé en Skopje y estuve una hora esperando en el aeropuerto porque nadie venía a buscarme. Ya había entrado la OTAN, pero era un momento muy caliente todavía. Los serbios, en su retirada, habían sembrado todo de minas y era muy complicado moverse. Me abrieron la maleta en la aduana y la policía no entendía nada, porque iba llena de globos, de narices de payaso, de trajes de colores, de zapatones… Les expliqué qué hacía allí y también ellos, con todo el escepticismo del mundo, debieron pensar: “¡Pues usted sabrá donde ha venido!” [risas]. Actuamos mucho en colegios, en teatros medio derruidos, en plazas de pueblos. Y aquello fue mi bautizo y mi confirmación. Era muy diferente a lo que había hecho antes. A mí me pagan por mi trabajo, pero aquello volvía a ser vocacional. Después de aquella guerra la gente tenía muchas ganas de reír. No de olvidar, porque no deberíamos olvidar nunca, y menos la guerra, para no volver a repetir errores, pero sí de superarla. Estaba todo destruido, edificios, ciudades, pero había un tipo de destrucción que suele ser invisible y que es la destrucción moral y psicológica, que siempre queda muy descuidada. Lo primero que hace uno, y lo lógico, es llevar medicinas, mantas, alimentos. Pero para la reconstrucción de una sociedad no hay que olvidar lo que tiene que ver con el interior. Y ahí es donde entrábamos nosotros. Tampoco sé hacer otra cosa. Mi duda antes de viajar era si iba a servir para algo. Y comprendí que sí. Sí que sirve y mucho. También, que si un payaso sirve para algo, más sirve un albañil. Empecé a encontrarme con gente que saneaba pozos, que reconstruía edificios. Hay un montón de gente, cada uno en su oficio, que arrima el hombro. Y decidí implicarme más.

Y a Kosovo le siguió Palestina, Irak…
Estuve primero aquí, en Cisjordania, luego en Bagdad, luego volví a Gaza…

¿Has vivido situaciones de peligro o has tenido miedo alguna vez?
A lo mejor no tanto de peligro pero sí de muchísima tensión. Creo que fue en Kosovo, buscando un lugar donde actuar, que nos rodearon los marines, tal vez porque íbamos haciendo fotos, no sé qué pensarían, y armados hasta los dientes nos pidieron la documentación a punta de fusil. Ese tipo de cosas. Te paran, te interrogan… Pero no he sufrido situaciones límite.

José Couso.
Entramos en Irak después de la invasión, hacía un mes o así que habían matado a Couso. Cuando estás en el lugar donde ocurren las cosas que ves por televisión, estas alcanzan otra dimensión, dejan de ser una noticia de la que hablar relativamente preocupado en la comida para pasar después a otra cosa. Se convierten en algo vivo. Y recuerdo la sensación de estar en Bagdad después de aquella guerra como lo que estoy viviendo ahora aquí [en Cisjordania]. Está pasando algo que nos está afectando a todos. No me siento testigo de algo que me es ajeno, sino todo lo contrario. Estoy tomando partido por una de las partes de un conflicto que está vivo y me afecta. Recuerdo un policía a la salida del Ben Gurión [aeropuerto de Tel Aviv] que me preguntó: “¿Para qué vienes aquí?”. Y eso es lo que se pregunta también tu propia gente. Tienes tu país, que funciona más o menos bien, ¿y para qué cojones tienes que venir aquí? Supongo que la pregunta de aquel policía era más bien decirme, “eres de ellos, ¿verdad? Tomas parte de la causa palestina y colaboras con ellos”. Pero también en el fondo de muchos ciudadanos está la misma pregunta: ¿Para qué vas allí? ¿Qué te importa a ti? Y me parece un gran error. Quizá el principal error es pensar que ocurren cosas que no tienen nada que ver con nosotros. Y eso no significa que te tengas que meter en todo, pero si oyes que en la casa de al lado están pegando a una mujer, igual deberías llamar para denunciar. No te digo derribar la puerta a ver qué pasa, que igual sería lo suyo, pero sí participar, como ciudadano. No justifico la invasión de Irak, que es un negocio como toda guerra. Digo que nos debería de preocupar qué le pasa a la gente. A la gente que, como nosotros, está sufriendo en la otra parte del mundo.

Ocurre también en el periodismo. Esa ansiedad por cubrir el momento en el que hay tiros y cuando desaparece el foco mediático, en el “después de”, ¿qué le pasa a toda esa gente? ¿Les importan realmente?
Nos pasa a todos. Los desarrollos de proyectos de emergencia, cuando ocurre una catástrofe, son fulgurantes. Pero luego, efectivamente, llega una resaca larga de olvido en la que parece que el conflicto ya se ha solucionado. El día a día es muy importante. Por eso te agradecen tanto que vengas aquí.

¿Hay alguna historia que te haya afectado especialmente, de aquellas que justifican tu labor?
Sí. Más allá de los hospitales, donde los heridos son más que evidentes, actuar en escuelas palestinas donde ha habido disparos y las aulas donde están los niños recibiendo clases aún conservan los agujeros de bala en la pared, es tan… No sé cómo decirte, se me escapa, se me quiebra el pensamiento. En qué lugar están siendo educados esos niños y cómo perciben todo eso. Y sí, recuerdo un colegio en el que además de cristales rotos y paredes medio derruidas, había una niña con la mano destrozada por una bomba, llena de hierros. En Irak había un montón de edificios llenos de explosivos y también recuerdo ver llegar al hospital donde actuábamos a un padre con su hija, pequeña, a la que le acababa de explotar una bomba y la había destrozado. Y en ese momento vas hacia la niña y… [se queda en silencio]… Y te sientes incapaz. La realidad es tan dolorosa que esa “ficción” del payaso que intenta buscar una ilusión no llega. A una niña que le acaba de destrozar una bomba no le sirve ni la nariz de payaso ni nada. ¿Qué quedará en la cabeza de esa niña?

¿Te has llegado a quebrar?
Sí, en varias ocasiones. Me he roto muchas veces. Incluso actuando. Rompes a llorar y piensas: “No puedo más”. En Bagdad había un lugar para huérfanos muy enfermos, heridos de una forma terrible o con una minusvalía que les impedía para cualquier cosa. Y recuerdo aquella actuación ante niños con la boca llena de moscas, que no entendían qué estábamos haciendo, como de estar muy en el fondo, en lo más hondo del horror. Ahí sientes que tus herramientas no sirven para nada, pero hay que perseverar. Luego hay momentos más felices. En campos de refugiados donde los niños están deseando verte actuar y se ríen desde el primer momento y tú te vuelves a casa a colgarte la medalla, pensando en lo bien que se lo han pasado y sabes que esa noche vas a dormir con una sonrisa. Pero hay momentos en los que te llevas unos palos…

Ahora que hablas de “actuaciones” difíciles: ¿Qué lectura sacas de la aparición en escena del ISIS?
Lo veo como una consecuencia inevitable de por dónde se está llevando el asunto. Hace mucho tiempo ya que no se aprecia una vocación clara de solucionar. Y si hablamos del conflicto palestino, no la hay principalmente por parte de Israel, que nunca ha tenido una intención clara de solucionarlo. Si uno mira el mapa de Palestina ve cómo a lo largo de los años ha ido perdiendo territorio. Y en el caso del mundo árabe tampoco creo que haya habido nunca una intención clara de establecer vínculos con el Islam. Aparte de que se han cometido errores brutales cuando se han utilizado a facciones integristas para tu causa, financiándolas, y luego has alimentado tanto al monstruo que ya no hay forma de pararlo. Pienso que ahora es muy tarde para pararlo a base de bombas. Soy muy pesimista con este tema, porque, además de que cada vez tienen más dinero y más poder, han aprendido a saber venderse. Han encontrado esta forma de proselitismo a través de las redes sociales en la que ganarse a un chaval que está a miles de kilómetros para su guerra santa. Es muy peligroso porque ya no es necesario el contacto directo. No sé, creo que se ha ido de las manos y la solución no está en la represión ni en las bombas. Tampoco sé muy bien cuál es la solución, pero desde luego, tal como está enfocado ahora mismo, no creo que vayan a acabar con el Estado Islámico a base de bombardeos o incursiones terrestres en Siria o Irak. La cosa va mucho más allá. El problema está enquistado en las creencias, en las convicciones de muchísimos millones de personas. No se trata de una banda de locos que estén armados. Soy muy pesimista en este tema, ya te digo.

¿Está España al margen de ser salpicada, de alguna forma, por todos estos nuevos cambios sociales tan repentinos?
Pues con respecto al Estado Islámico y demás soy muy pesimista, pero en el caso de España soy muy optimista y más desde las elecciones europeas, donde hay apuntado un deseo de cambio de estructura. Y ese cambio no viene sugerido por la gente que está gobernando ahora, sino por la ciudadanía, que está cansada ya de una estructura y quiere otra. Y si los que han estado construyendo los cimientos de lo que ha sido nuestra sociedad desde la Transición no saben reaccionar, se los va a llevar la fuerza de la Historia. Esa clase que Podemos llama “la casta” está asustada o, por lo menos, alerta. En ese sentido soy optimista. Pienso que hay sensibilidad por ambas partes. Una sola votación ha abierto una nueva vía. Una votación ciudadana a través de las urnas, además. Y pienso que pueden cambiar cosas. Si ese bipartidismo quiere seguir en el poder, al menos va a tener que hacer cosas para volver a ganarse a la gente.

¿En qué lugar dejamos a Cataluña?
Yo es que creo que los nacionalismos no… Los respeto porque, evidentemente, cada uno tiene derecho a sentir lo que le pasa por el corazón o por la cabeza cuando se habla de su patria o de su nación. Pero pienso que el problema de Cataluña es también el problema de España. Y el problema del nacionalismo catalán es que está enfrentado a un nacionalismo español. Porque en el PP o el PSOE hablan de “nacionalismo”, pero no se dan cuenta de que su discurso también es nacionalista. O si se dan cuenta se lo callan. Deberíamos apearnos todos del burro y hablar de estas cosas. Creo que las patrias son un invento, pero no hay que apelar a eso hasta el punto de la violencia o el enfrentamiento entre ciudadanos de a pie. Yo he nacido en Logroño y he vivido en Madrid. Pero si luego me hubiera trasladado a Sevilla o a París, supongo que sentiría amor por todo eso que me ha rodeado. Me pregunto cuántos españoles, si hubiesen nacido en Australia, no sentirían amor por aquello. El problema es que siempre nos abanderamos. Es horrible. Vas al fútbol y ya eres del Madrid o del Barcelona aunque no hayas nacido ni en una ni en otra. Sinceramente, me da igual ser de donde sea. Y me da que es una batalla que se está utilizando por diferentes motivos. No me creo ni al nacionalista español ni al nacionalista catalán. Y no me mueve ninguno de los dos. En todo caso, podemos ver qué tipo de gobernantes tenemos y cargar sobre ellos una responsabilidad. O quitarlos de en medio. Pero a mí no me utilices infligiéndome un sentimiento nacionalista para defender tus propios intereses como partido político. Me molesta mucho porque no deja de ser una manipulación y además muy facilona, muy populista, ahora que se habla tanto del populismo. Se habla del nacionalismo vasco, gallego o catalán. Pero a mí ese nacionalismo español representado en diferente medida por el PP o el PSOE me carga.

Manipulación. Decía Leo Bassi que el humor, junto con los grandes pensadores, es casi de tradición judía. Parece una contradicción si se tienen en cuenta las políticas de Israel.
Pues tal vez la explicación se resuelva con la respuesta anterior. Es decir, hay una serie de estamentos que saben manejar muy bien los hilos y utilizar sus bazas. En mi opinión, Israel es una baza en Oriente Medio, muy bien jugada por EE UU y por todos los que quieren que en esta zona haya algún tipo de portaviones que esté controlando la situación y al mismo tiempo metiendo una cuña para que la cohesión con el mundo árabe no se produzca. Si no, no entiendo cómo el Estado de Israel se ha ido gestionando tan mal y ha generado conflicto tras conflicto, en lugar de ir buscando soluciones al problema. Tengo un inmenso respeto a toda la trayectoria del pueblo judío. Procuro leer, informarme y saber lo que han representado en cada zona del mundo por la que han ido pasando a lo largo de la Historia. Y creo que siempre han ido dejando buenas cosas. Ha sido gente muy buena para los negocios, para la cultura. En Europa Central, antes del Holocausto, eran los más cultos, los más ricos. En la España de los Reyes Católicos también se les echó, posiblemente por ignorancia y racismo, y porque seguramente se les tenía miedo porque era una gente muy lista y muy preparada. Pero el pueblo judío ha sabido mantenerse cohesionado, no se ha disgregado. Ha mantenido una lengua, una cultura, una identidad, una religión. Eso me hace pensar que han tenido personas muy capaces y absolutamente admirables. Pero eso es una cosa y otra cosa es el Estado. Hay muchos judíos que no están de acuerdo con sus prácticas. Lo que pasa es que la forma de venderse a través de la política del miedo y del “nos tenemos que defender”, con una política agresiva y de ir siempre hacia delante les funciona. Al Estado de Israel. Sé que hay judíos que se sienten orgullosos de serlo, pero creen que una de las peores cosas que le ha podido pasar al pueblo y a la cultura judía es que el Estado de Israel exista. Al menos de la manera en la que existe. Tengo amigos judíos que me cuentan esto, que se avergüenzan de lo que hace su Estado, pero no de ser judío. Yo me he nutrido de literatura, música y cine provenientes de intelectuales judíos y estoy muy agradecido por ello. Pero el Estado de Israel es una máquina de matar, una máquina represiva muy fuerte. Y de eso no tienen la culpa todos los judíos.

Dejamos esta conversación grave y cambiamos radicalmente de tercio para finalizar. ¿Cómo se lleva el final de ‘Aída’ tras nueve años en antena?
Era algo que se sabía desde hacía mucho tiempo. Aunque fue triste, yo no quería terminar, ni nadie, porque nos quedábamos en el paro, entre otras. Pero ya lo sabíamos. Todo el último año pensábamos que el mes siguiente sería el último, así que estuvimos despidiéndonos todo un año. No fue traumático. Y ahora echo de menos a la gente. Pero cuando han pasado unos meses pienso que quizá haya sido mejor así. Cuando después de nueve años aún te para la gente por la calle y te dice, “Joé, ¿por qué habéis terminado? ¡Nos habéis dejado solos los domingos!”, y te quieren y no les resultas todavía pesado, es bonito.

Y última cuestión: Estas semanas estás metido de lleno en el teatro.
Sí, con “El Rinoceronte”, de Eugene Ionesco. Es una historia que me apetecía mucho. Habla sobre los orígenes del fascismo y de cómo imperceptiblemente las sociedades van cambiando y nos podemos ir embruteciendo sin apenas notarlo. Esa metamorfosis de los ciudadanos en rinocerontes, convierte esta función escrita ya hace unas cuantas décadas en algo muy vigente. Porque, imperceptiblemente, el que hoy elabora un discurso de convivencia al día siguiente se convierte en alguien que te está contando todo lo contrario. Y se convierte en un animal, una bestia. En alguien que ha perdido todo el respeto por lo humano. O por la libertad. 
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© Rafa Gassó
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El rinoceronte se representará en Madrid en el Teatro María Guerrero hasta el próximo 8 de febrero.

lunes, 17 de noviembre de 2014

Historias de Nablus



- En una semana se cumplirán tres meses del fin de la ‘Operación Margen Protector’
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- En ella murieron más de 2.000 palestinos, 493 de ellos niños, y 10. 000 quedaron heridos
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- Nos acercamos a Nablus, considerada por Israel la “capital del terrorismo”
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- “¿Quién es el terrorista?”, se preguntan en la ciudad 
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© Rafa Gassó
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“Recuerdo que eran los exámenes finales de la Universidad [en el verano de 2002, durante la Segunda Intifada]. Hacía calor y yo llevaba todo el día estudiando, así que de noche, en un descanso, subí a la terraza a fumarme un cigarrillo. Desde aquí se contemplan las montañas que rodean a la ciudad, es un paisaje muy bonito. No habría dado ni tres caladas cuando percibí un laser sobre mi cuerpo y apenas un segundo después, como si un animal que en ese momento no supe reconocer me hubiera mordido en las dos piernas a la vez. Caí al suelo. Cuando me toqué, a oscuras, descubrí que tenía mucha sangre. Estaba aturdido. Tardé aún unos segundos en comprender que me acababan de disparar”.
Quien habla disculpándose continuamente por la “última historia triste” que ha de relatar en un impecable inglés y con un temple tan dulce como presto a la sonrisa, ambos dignos de admiración, es Wajdi Yaeesh, de 31 años. Licenciado en Marketing y estudiante, hoy, de Sociología, es director general de la ONG “Human Supporters Associaton” y socio contraparte de la expedición ‘Pallasos en Rebeldía’, quienes, durante un par de semanas, celebran la segunda edición del ‘Festiclown Palestina’. Nos encontramos en casa del propio Wadji y al final de un particular tour por el desastre alrededor del casco antiguo de Nablus, una pequeña metrópoli ubicada en un valle al norte de Cisjordania considerada “capital del terrorismo” por Israel. Rodeada de cuatro acuartelamientos militares y nueve checkpoints, está preparada para ser bloqueada y aislada por el gobierno de Tel Aviv en un tiempo récord de cinco segundos. El calor aprieta y algunos miembros de la expedición se refugian en el brillo de un sol fulgurante para disimular ojos acuosos y enrojecidos. Otros se apartan discretamente de escena. Pese a la actividad diaria propia de un zoco que tiene lugar tres plantas más abajo, el silencio reinante agrieta los rostros y resquebraja la atmósfera de un día cualquiera cuando se cumple poco más de un mes del fin de la ‘Operación Margen Protector’. Un enésimo asedio del ejército israelí sobre la franja de Gaza que acabó con la vida de más de 2. 000 palestinos, entre ellos cerca de 500 niños, y dejó heridos a más de 10.000. En el lado contrario fallecieron 64 soldados, 6 civiles y 500 resultaron heridos.
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Wajdi Yaeesh en la terraza de su casa donde fue disparado en las dos piernas por fuego israelí © Rafa Gassó
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Y es que Wadji, que también ha ejercido como paramédico desde su época de estudiante, trata de poner el punto final a un amargo relato que trata de discernir, tal vez de manera inconsciente, cuál de los dos bandos es el terrorista, y que ha comenzado media hora antes a unos metros de su vivienda, en otra casa al principio de la calle, cuando, durante aquella Segunda Intifada escucharon disparos cerca del centro hospitalario donde se encontraban. Los soldados israelíes acababan de disparar a un chiquillo de 13 años asomado fatalmente al balcón. Cuando el padre fue en su ayuda también le dispararon. Al llegar les denegaron la entrada al edificio para rescatar al chaval; cinco horas, las necesarias para sólo pudieran retirar su cadáver entre “mofas y burlas de los soldados”, veinteañeros, ante un padre que quedó malherido y una madre cuyos gritos de horror aún resuenan en la memoria del vecindario. No fue el único que no pudo hacer nada por salvar a su hijo. En otra ocasión, ha recordado antes Wadji, acompañaba a un niño herido cerca del corazón en una ambulancia que fue retenida en un checkpoint, durante horas, hasta que el crío murió. El conductor, paralizado y en estado de shock, era su padre. Ni tampoco el único balcón. “Es su táctica, disparar hacia las ventanas de los edificios”, explicará. Como aquella otra vez en que un francotirador alcanzó a un hombre y pese no herirlo de gravedad, se les prohibió ayudar hasta que murió desangrado frente a su mujer y dos hijas. O ese otro balcón al que sí que pudieron acceder a ofrecer ayuda a una familia que había sido confinada en una habitación mientras los soldados ocupaban el resto de la casa. Les pidieron bolsas de plástico. Cuando les preguntaron si además no precisaban comida o agua, la familia les explicó que los soldados no les dejaban acceder al cuarto de baño y las necesitaban para hacer sus necesidades.

Terrorista, ¿quién es el terrorista?
“… Tardé aún unos segundos en comprender que me acababan de disparar”. Continúa su relato Wadji. “Horas después, cuando por fin dejaron que una ambulancia me atendiese, no nos dejaban partir hacia el hospital ni que me hicieran un torniquete. Durante cinco horas de interrogatorio tuve a dos soldados furiosos acusándome de ser un terrorista y preguntándome a gritos, muy cerca de la cara, quiénes eran mis cómplices. Hubo un momento en el que no pude más. Me estaba desangrando. Perdí la paciencia y le di un puñetazo en la cara a uno de ellos”. Es, quizá, lo último que recuerda con claridad antes de que le sacaran de la ambulancia y lo reventaran a culatazos partiéndole varias costillas. “Me salvó la vida mi madre, que se puso entre ellos y yo. Si no llega a ser por ella, que es una mujer muy valiente”, sonríe, “ahora estaría muerto”.
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Raed Kukhun frente a su antigua casa y la de sus vecinos, en la que murieron 11 miembros de una misma familia tras ser derruidas por Israel con ellos dentro © Rafa Gassó
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Seguramente como Raed Kukhun, cuyo padre, el mismo que le prohibió tajantemente unirse a las milicias cuando era joven, supo prever, desde un principio, lo que se le vendría encima durante aquel primer día de invasión de la ciudad durante la Segunda Intifada, el 3 de abril de 2002. “Luchar con las armas era una forma de no quedar desplazado de la misma gente con la que habías crecido en el barrio, amigos y compañeros de calle no siempre con estudios o perspectivas”, cuenta con un grave poso de tristeza este afable psicólogo de 28 años antes de recordar cómo su “mejor amigo”, quizá con menos determinación para defender según qué preferencias del corazón entre tanta violencia, cayó abatido por fuego israelí. “Le echo mucho de menos. Cada día”, recuerda Raed.
Lo narra frente a la que fuera su casa de la infancia, en el barrio de Alqarion, el mismo que el ejército de Israel eligió para echar veneno en los tanques de agua que suministran a Nablus oeste, “lo que provocó un envenenamiento masivo y el colapso de hospitales”, explica. Tardaron cerca de siete meses en limpiar pozos y cañerías.
“Nadie nos avisó de que debíamos dejar la casa, pero mi padre decidió que nos fuéramos de allí un día antes de la invasión”, rememora Raed. Los accesos a la ciudad antigua de Nablus son muy estrechos. Los tanques no pueden entrar por las calles y hacerlo en jeeps era muy arriesgado para los soldados israelís puesto que en esos momentos había armas e infraestructura para defenderse, cuentan los vecinos. Así que Israel decidió abrir brechas por donde introducir sus tanques derribando edificios con la ayuda de bulldozers. “Durante tres días no se le permitió la entrada ni a la Cruz ni a la Media Luna Roja, ni tampoco a ninguna otra organización médica”, recuerda Raed. “Y cuando por fin pudimos regresar en un alto el fuego, al tercer día…”. El gesto de Raed se estremece. “Nuestra casa ya no existía. Mis libros, mis papeles, mis juguetes, todo, estaba esparcido por la calle. La gente los cogía y los leía, jugaba con ellos”. Pero eso no fue lo peor. “La casa de al lado, mis vecinos de toda la vida, que eran como parte de nuestra familia” –los abuelos, dos tíos, una mujer y su marido y sus cinco hijos-, “había sido derruida con ellos dentro”. “Luego nos enteramos de que trataron de escapar pero quedaron bloqueados. Vieron que uno de los tanques se aproximaba a la parte trasera de la casa y trataron de salir por la puerta principal, pero allí les esperaba un francotirador que les dijo que si salían les dispararía. Estaba todo lleno de soldados. Encontramos entre los escombros a los 11 miembros de la familia. Muertos”. La mujer, que abrazaba a uno de sus hijos, protegiéndolo, estaba embarazada. Raed tenía 16 años.
“¿Quiénes son, entonces, los terroristas?”, parece preguntar cada fotografía y cartel que recuerda a cada mártir en cada esquina de cada calle, en cada pared.
“A uno de mis mejores amigos lo condenaron a 100 años de cárcel”, reflexiona Wadji. “Entró con 20 años y ahora tiene 29. Si muriera en la cárcel sería enterrado en suelo israelí sin importar la posición de su cuerpo con respecto a la Meca” –algo fundamental en la religión musulmana- “y localizado con un número de serie hasta que cumpliese la condena completa, momento en el que sus restos serían devueltos a la familia”. ¿Y el futuro? “Hace dos días volvieron a entrar”, concluye Wadji. “Lo hacen sin un objetivo concreto, sólo para recordar que están ahí”.