lunes, 21 de octubre de 2013

Naha, Meia, Beneyta y Dajla

Esta es una de esas historias que no caben en los periódicos, o no al menos en los periódicos de este país; básicamente porque es muy personal y porque las historias que parecen fábulas -hablo por experiencia, he trabajado desde India (chiste fino)-, no interesan a la prensa española.
Pero es chula. O lo acabó siendo, aunque no lo fuera para todos desde el principio.
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Dajla
En abril de 2007 viajé por primera vez a un FiSahara. Había oído hablar de ese festival de cine, único, que se celebra en un campo de refugiados, pero no disponía de mucha más información de la que se publica en los medios. Y esto, por cuestión de estilo y lenguaje, poco o nada tiene que ver con los sentimientos que despierta en las entrañas de cada uno. Aspiraba a visitarlo algún día y un buen día me llegó la ocasión. Era, además, la primera vez que se celebraba en el campamento de Dajla, el más al sur de los cuatro asentamientos de refugiados (wilayas, ciudades) saharauis, ubicado a unas cuatro horas de coche desde Tinduf y a escasos 4km de la frontera con Malí.
De lo que recuerdo del trayecto de ida es que por un retraso con el avión el vuelo se hizo de madrugada -lo que me dio tiempo para observar con curiosidad y detenimiento a los dos únicos guiris (súper guiris) que parecían perdidos entre aquella expedición de españoles-, y que llegamos al campamento poco después del amanecer.
Lo primero me provocó simpatía. Bastante. Había que ver a aquellos dos extranjeros rubios y de ojos claros (y como platos), con gesto de despistados, entre una borrasca de gitanos que a la segunda hora de retraso ya andábamos acampados cómodamente por la sala de embarque como si fuéramos nosotros mismos los refugiados. Cantaban más que la Traviata, era muy cómico. Así que cuando hubo que distribuirse en los diferentes jeeps a la llegada al aeropuerto militar de Tinduf para sortear (la entonces inexistente) ‘carretera’ hasta el campamento de Dajla, me ofrecí voluntario para viajar con ellos. Me llamaban mucho la atención. ¿Qué coño harían ahí? Me pudo la curiosidad. Y fue definitivo. Llegar al campamento de Dajla al amanecer, cansado, sin haber dormido, después un viaje largo y pesado (llegamos rebotando dentro del jeep después de circular por llanos de piedras que parecían no tener fin; los chichones y las risas que conllevan, unen), hizo que tampoco dudara a la hora de compartir con ellos la jaima donde la organización había destinado su alojamiento. Y fue allí donde comienza esta historia.

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Naha
Ese era el nombre de la mujer de nuestra casa (cabe señalar, para quien no lo sepa, que la sociedad saharaui es una de las sociedades árabes más modernas que existen, absolutamente matriarcal, en la que el hombre es la fuerza bruta y la mujer la que piensa, luego distribuye las ideas y finalmente manda construir. Lo que no quita que friegue, cocine y también sirva el té, gesto que determina quién es el anfitrión del hogar y por tanto, quién manda). Naha tenía cinco hijos: Dos varones de 10 y seis o siete años, y tres muchachas de los 10 a los 18 (sólo conocí a dos). Mantenía cierta distancia con todos nosotros, como todas las madres de hijos temporales y repentinos, supongo, aunque se comportaba como tal; comprensiva, sonriente y condescendiente hasta si uno llegaba de madrugada después de haberse dejado neuronas y lucidez en casa del único traficante de hachís que debe existir en un campo de refugiados. Sí, yo confieso: Fui yo quien se perdió una noche de aquel festival y despertó a una familia cualquiera, a voces, cuando dormían, angustiado ante la idea de pasar una noche a la deriva de un mar de jaimas que olean en absoluta oscuridad. Efectos del cannabis, supongo J El caso es cuando aquel simpático dealer me dijo “Tú volver a jaima SÚPER-FÁCIL. Recto, cinco minutos, y a izquierda”, no es que me viniera arriba, es que me vi extra capacitado para asumir la (aparentemente sencilla) misión de volver a mi hogar. No contaba con que mi cerebro no estaba muy ágil como para ponerse a calibrar cuánto serían cinco minutos, diez minutos o treinta segundos, sin ni siquiera llevar un reloj, ni tampoco con el hecho de que, cuando le compré la linterna al chino cabrón de debajo de mi casa, unos días antes de viajar, debería de haber comprobado que las pilas NO eran “nuevas”, como me había asegurado aquel, ahora sí, enemigo amarillo. Y de ese modo, conforme me vine arriba, me vine abajo. Lo que en un principio me pareció bucólico –una noche bajo las estrellas del remoto desierto del Sáhara esperando que llegase el amanecer-, se convirtió, en cuestión de minutos, en un ataque de pánico seguido del consecuente guirigay de ideas sin sentido ninguno, a cual más absurda, que me llevaron a despertar a una familia entera, de madrugada y a berridos, para que me devolviesen a dónde quiera que perteneciese mi alma perdida y extraviada. Sólo quería un techo. Naha, al verme aparecer delante de una mujer saharaui seriamente cabreada, de noche cerrada, y pidiendo disculpas a cada colleja que silbaba en mi cogote, me recibió entre carcajadas y el sueño pegado en las ojeras. 

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Naha en 2007, a la izquierda, y en 2013, a la derecha / Fotos: Rafa Gassó

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Beneyta
Era la hija pequeña. Conectamos muy bien. Paseaba todo el día de su mano, arriba y abajo –nuestra daira (barrio) no estaba muy cerca del centro de prensa, protocolo, proyecciones, etc-, y me encargaba de alertar a todo el que me quisiera oír sobre sus repentinos fallecimientos cada vez que se tiraba al suelo y fingía que le acababa de dar un ataque mortal. Casper, que así se llamaba el fotógrafo guiri que ese mismo invierno se convertiría en ‘Mejor Fotógrafo de Prensa’ de su Suecia natal, se había convertido en nuestro grito de guerra y andábamos todo el día arengando un “¡Viiivaaa! ¡Caaaspeeer!” por toda la casa y sin venir a cuento, totally free style en cuanto a bises se refería. Si alguna vez había soñado en tener una hija, en ese momento hubiese querido que fuera como Beneyta. Nos lo pasábamos requetebién. Por las noches, en las proyecciones de la pantalla del desierto, se apretujaba cuando la película ya iba por la mitad del metraje y el frío ya se había instalado en el cuerpo (era abril). Cuando finalizaba la última película nos reuníamos para volver a casa, con…

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Beneyta antes y después, con seis años de diferencia / Fotos: Rafa Gassó
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... Meia
Meia era la mayor. Tenía 18 años y un novio con el que se citaba a escondidas, por las noches, durante el tiempo que duraban las proyecciones. Hacía “como que venía” con nosotros, con Beneyta y conmigo, a ver las películas, y en cuanto se apagaban las luces desaparecía con su maromo. Me divertía mucho mi rol de 'coartada' y todas las mañanas me ponía al día en el desayuno. Hasta el penúltimo día, en que amaneció con el gesto torcido y los ojos hinchados de quien ha pasado una noche entera llorando. Esquiva, no respondía a mis interrogantes, hasta que terminé llevándomela del brazo a un apartado y le pregunté qué había pasado. Se levantó ligeramente la melfa, dejando el brazo y media espalda al descubierto, y con ellos, un sinfín de hematomas en sangre de quien ha recibido mil latigazos. Había sido su tío, quien al contrario de los propios padres de Meia, no aceptaba la relación con el maromo misterioso con el que desaparecía todas las noches durante las proyecciones. El muy valiente había decidido darle una lección con la ayuda de un cinturón con el que, visto lo visto, se había empleado a fondo. La fotografié. Le dije que me llevaba su dolor atrapado en mi cámara. Se rió tontamente. Me sentí estúpido. Y profundamente inútil.

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Meia en 2007 y 2013, hoy madre de dos niños / Fotos: Rafa Gassó
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2013: Seis años después
¡Qué hijo de puta! Yo estaba flipando. Y tal cual, flipado, se lo conté a alguien que había viajado al festival para dar un concierto y con quien estaba en ese momento, en su jaima, haciéndole fotos. No sabía qué hacer. Tampoco me hizo mucha falta. Esta se lo contó a otro y este a (hoy) dos de sus socios. Dos horas después aparecía un jeep de la organización en la puerta de mi jaima para recogerme con destino a la comisaría. Habían detenido al tipo, estaba en el calabozo, y debía reconocerlo, enseñar las fotos y denunciarlo (¡yo!). Qué putada. Europeo bienintencionado viaja unos días al culo del mundo, deja un Cristo liado enfrentando a la familia que lo ha alojado con los brazos abiertos, y se pira por donde vino y si te ha visto, mañana ni se acuerda. Meia me explica que cuando su padre vuelva matará a su tío (a hostias; o quién sabe), que ella y su novio se van a ir a vivir a otra wilaya, y que denuncie. Y así hago, sólo que yo no he visto al agresor en mi vida. No sé quién es y no conozco su cara. Igualmente, me lo enseñan. “Jódete”, pienso. La policía, dos mujeres que me miran de reojo con mala cara, y un tipo, observan las fotos que le he hecho con mi cámara, toman nota, y luego, sin la concesión de una sola sonrisa, me largan. Al día siguiente me despido de Naha, Meia y Beneyta, que llora; de Dajla, del festival y de los saharauis. Horas más tarde, vuelvo a dormir en la mullida cama XXL de mi cálida alcoba tirsomolinera. Llevo la causa saharaui tan adentro que sólo tardaré seis años en volver. Como todos.
Sin embargo, antes o después, existe un día para el reencuentro.
Héctor, gran compañero de Público, y en este nuevo viaje, también de jaima, me acompañó en la búsqueda de aquella familia y lo grabó con su móvil. Les llevaba las fotos que les hice entonces. Y esto, una sucesión de preguntas repetidas mil veces y respuestas improvisadas, fruto de los nervios y de ese tonto pudor que provocan algunos reencuentros, fue lo que quedó registrado:
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Me impresionó mucho ver a Beneyta, hoy ya una mujer. A Naha y a Meia las encontré igual que entonces. Meia tiene dos hijos. En un momento de barullo a nuestro alrededor le pregunté si el marido y padre era aquel mismo con el que se encontraba por las noches a espaldas del cine. Me sonrió de oreja a oreja y dijo que sí con la cabeza. El momento de confidencialidad, seis años después, duró muy poco, lo justo para que nos sirviesen el segundo vaso de té, ese que dicen que [si el primero es "amargo como la vida" y el tercero "suave como la muerte"] "es dulce como el amor".
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P. D. - Si alguna vez tienes la desgracia de cruzarte con una chica a la que están agrediendo y no la defiendes, tendrás que asumir el resto de tu vida que eres un cobarde.

Las vidas perdidas del Sáhara


Para quien no se hizo con El Mundo el domingo 20 de octubre de 2013, posteo aquí el original del reportaje que escribí ese día para el suplemento CRÓNICA (una doble página que al cierre de la edición hubo que trasquilar por cuestión de espacio y se quedó con un tercio menos de caracteres), sobre el trabajo que desde la Sociedad de Ciencias Aranzadi están haciendo por exhumar cuanta fosa común cavase Marruecos durante el conflicto con el Frente Polisario. 
Aquí, también, el artículo que salió publicado en la web del periódico, que acompañaba al documental que se hizo sobre ese mismo trabajo, La semilla de la verdadde Eztizen Miranda, cuya edición final cuelgo al final del post. 


Las vidas perdidas del Sáhara

Un 20 de octubre Marruecos avanzaba hacia la antigua colonia española del Sáhara. Una Marcha Verde que dejó incontables desapariciones entre la población autóctona saharaui. Un equipo capitaneado por el forense Francisco Etxeberría se prepara ahora para regresar al lugar de los hechos a trazar y exhumar el mapa de la fosa común más grande del mundo: La del olvido. Los ocho cadáveres descubiertos este junio destapan una causa hasta hoy enterrada entre el silencio y la arena.


“¿Dónde está el Frente Polisario? ¡Dame tu carné de identidad!”. Mohamed Mulud Lamin, un beduino dedicado al pastoreo de cabras y camellos en el desierto del Sáhara, no tiene respuesta para el oficial del Ejército marroquí que le acaba de formular la pregunta. Antes de que pueda articular palabra, recibe un tiro en el corazón y cae muerto a plomo. Es el 12 de febrero de 1976, 14 días exactos antes de que España, que en ese momento aún es responsable de su colonia en el Sáhara occidental junto a Marruecos y Mauritania en un Gobierno provisional tripartito, ceda de manera definitiva la administración de esas posesiones en el Reino Alauí. Junto a él hay otro pastor beduino, Abdelahe Ramdan, quien minutos después cae también asesinado junto a su compañero por el mismo método de pregunta y disparo del oficial marroquí. Apenas unos meses antes, sobre estos días de octubre de (hoy) hace 38 años, Marruecos ha iniciado su Marcha Verde con la intención de que alrededor de 350. 000 ciudadanos suyos y 25. 000 soldados ocupen el territorio que España se dispone a abandonar. La ONU ha advertido y ratificado que debe de ser el propio pueblo saharaui quien decida si debe o no debe ser independiente a partir de ese momento, y Hassan II, rey de Marruecos, provoca una invasión ‘natural’ de su gente que legitime su anexión del codiciado territorio. Como resultado de todo ello, miles de saharauis, que en paralelo están siendo borrados del mapa del tesoro por Marruecos con una lluvia indiscriminada de fósforo y napalm, han comenzado un éxodo hacia un exilio cuya huida requiere de ingentes cantidades de agua, elemento fundamental para la supervivencia de cabras, camellos y estos nuevos desplazados en un desierto, el más cálido del mundo, cuyas temperaturas alcanzan los 52 ºC. Es en un pozo a orillas de esa larga travesía que llevará a la hammada argelina, hoy zona en la que se ubican los campamentos de refugiados saharauis, donde el oficial del Ejército marroquí se ha encontrado con los beduinos, que iban a por agua. Eran civiles sin ninguna vinculación guerrillera. Y el Ejército los ha matado. No serán los únicos.
Francisco Etxeberría, el médico forense quizá más activo en la participación de exhumaciones por la Memoria Histórica en España, el mismo que certificó el suicidio de Salvador Allende o la presencia de restos óseos en el ‘caso Bretón’, con una larga trayectoria profesional y mucha experiencia en materia de desapariciones forzosas, tampoco piensa que hayan sido los únicos asesinados. Lidera un grupo de arqueólogos e historiadores que se ha propuesto destapar cuanta fosa común cavase en su día Marruecos. No cree que las dos sepulturas que el pasado junio revelaron la existencia de un total de ocho cuerpos de desaparecidos, de los cuales dos eran niños, vayan a ser los únicos restos que encuentren. Por eso, en menos de un mes, regresará a la zona con la intención de abrir dos nuevas fosas localizadas junto a las dos ya descubiertas en verano. También señalará cuanto enterramiento encuentre en una inspección que podría ser abundante. “Esto sólo es el comienzo”, corrobora Eztizen Miranda, miembro del muy reducido equipo que viajó por primera vez para la investigación de las primeras dos fosas. “Sabemos que hay más”, anuncia.


El equipo de Etxeberría trabajando sobre terreno / Foto: Eztizen Miranda / Aranzadi

Un sepulcro innumerable
Si nos atenemos a las cifras que ofrece la Asociación de Familiares de Presos y Desaparecidos Saharauis (AFAPREDESA), la labor de localización y desentierro de nuevas fosas podría ser larga y tediosa. Según esta, en el total del conflicto saharaui hubo más de 4. 500 casos de desaparecidos, cifra que Marruecos negó, en palabras del presidente de dicha asociación, Abdeslam Omar, “hasta que fueron descubiertos los centros clandestinos de Galaat Maguna, Agdez y El Aiún en el año 1989”. Dos años más tarde, en 1991, Marruecos libera a 322 saharauis y asegura que ya no existen más desaparecidos. Sin embargo, y tras la visita de James Baker, enviado de Naciones Unidas en 1999, Marruecos reconoce hasta 43 casos de fallecidos en el centro de detención de Galaat Magouna, pero alega que el resto de desaparecidos están establecidos en los campamentos de Tindouf, en Mauritania o en España. En diciembre de este mismo año, el Consejo Consultivo de Derechos marroquí reconocía en un documento al que ha tenido acceso CRÓNICA, un total de 940 casos de desapariciones forzadas en Marruecos y el Sáhara occidental, de las que 638 son saharauis y entre las que un total de 351 habrían muerto durante las detenciones. Las cifras, pues, no hacen pensar que ocho de los cuerpos ya exhumados por el equipo de Etxeberría –de los que cuatro que son víctimas mortales reconocidas del cuartel militar de la ciudad de Smara-, vayan a ser las únicas.
“¿Dónde está el Frente Polisario? ¡Dame tu carné de identidad!”. Quien narra con pelos y señales la historia, fiel a una tradición oral que ha permitido que los más mínimos detalles de este suceso se mantengan presentes en el tiempo, es Abba-Lí, entonces un adolescente de 14 años, testigo directo de los hechos, y hoy una pieza clave y fundamental en la investigación sobre fosas comunes de desaparecidos saharuis en esa zona –en la actualidad “liberada” y bajo control de la Misión de Naciones Unidas para el Referéndum del Sáhara Occidental (Minurso)-, que está llevando a cabo la Sociedad de Ciencias Aranzadi, con Etxeberría a la cabeza.
“A mi me tocaba el siguiente”, cuenta Abba-Lí con un gesto calcinado a fuego lento por cuarenta años de sol inclemente y olvido internacional. “Pero cuando me fue a apuntar se le cayó el arma al suelo, de la mano. La recogió, me empujó hacia donde yacían los cuerpos y…”. Y en ese momento, rememora pausado como el que ha narrado esa misma historia millones de veces, generación a generación, para no olvidar, lo que sucedió: “Eché a correr y me escondí detrás de un soldado”. Un gesto desesperado que, al contrario de lo esperado, fue su salvación cuando este último le pidió al otro que dejara al chico con vida. Luego, el oficial vuelve a la fosa y dispara los dos tiros de gracia en sendas cabezas de los dos beduinos. Así lo recuerda Abba-Lí. En crudo. Tal cual fue.
“Es impresionante cómo lo que nos cuenta el testigo coincide a la perfección con lo que nos encontramos en esa fosa, la nº 2”, continúa explicando Miranda. De tal modo, observan los dos orificios de entrada y salida de los primeros disparos, como describe el testigo, y otros dos en el cráneo. “Primero les disparan y luego les rematan”. Por si fuera poco, el relato de la hija de Mohamed Mulud Lamin, que habla del color gris de una zamarra que ese día llevaba su padre, se encuentra, casi intacta, envolviendo aún sus restos óseos. O el rosario de bolas verdes y rojas descrito por el hijo de otro desaparecido, que casi cuatro décadas después de permanecer bajo tierra, aún podría decirse que conserva vivo el color el recuerdo. “Sobre terreno cogimos muestras que enviamos a la Universidad del País Vasco, pruebas de ADN, etcétera, y que dieron un 99,9 ‘periodo’ de verificación” –remarca Miranda.
En 2010 Marruecos publicó otra lista con unos 200 desaparecidos, con nombres y apellidos, “aunque con información vaga, poco precisa”, previene Miranda, sobre el paradero de esas personas. “En la mayoría de los casos informan de que han muerto durante la detención”, prosigue, “pero al menos cuatro de los cadáveres que nosotros exhumamos aparecen en esa lista”. El propio hijo de Abdelahe Ramdan fue avisado por Marruecos, en su día, de que su padre había muerto en un enfrentamiento con el Frente Polisario, primero, y de que en realidad había muerto mientras era trasladado, detenido, a la ciudad de Smara, después. “Algo muy interesante”, interviene Iñaki Rebolledo, otro miembro del equipo, “es que los casquillos encontrados en las fosas pertenecen al armamento militar marroquí, lo que no deja espacio para las dudas”, ataja.


Eztizen Miranda e Iñaki Rebolledo, parte del equipo de la investigación / Foto: Rafa Gassó


Camuflados bajo turbantes
La génesis de la investigación llevada a cabo por el equipo de Etxeberría no deja de tener tintes épicos. El viaje, en respuesta a la llamada de AFAPREDESA, después de que en marzo de 2013 un pastor beduino encontrara restos humanos en la zona conocida como “Sáhara liberado” –un tercio del Sáhara occidental recuperado por el Frente Polisario-, ha de hacerse con la mayor discreción. Cualquier información o movimiento no podrá ser revelado hasta que no se tenga la seguridad de que los restos de las personas que se han ido a identificar son los mismos que están siendo buscados y reclamados por las familias desde hace casi 40 años.  
Toda la investigación debe de ser muy discreta, en parte “debido a las condiciones en las que se vive aún hoy en día en el Sáhara occidental”, explica Miranda. Para añadirle un poco más de tensión dramática al asunto, las fosas se encuentran muy cerca del muro conocido como “de la Vergüenza”, una defensa de 2. 720 kilómetros de longitud que separa Marruecos de los territorios liberados por el Frente Polisario, en el Sáhara occidental. A sus pies están los soldados, un despliegue total que se estima en cerca de cien mil hombres, y por delante de estos, una alfombra de minas plantadas lejos de protocolos, que se extiende, caótica, sin orden ni concierto conocido, a lo largo de toda la fortaleza.
Deberá viajar el equipo mínimo y entrarán como turistas. “Las fosas se encuentran a menos de un kilómetro del muro. Teníamos que ser muy cautos porque sabíamos que estábamos siendo vigilados por los marroquíes”, recuerda Miranda. “Además, es un terreno peligroso, está rodeado de minas anti persona por lo que teníamos que estar muy alerta de dónde pisábamos”. En día y medio ubicaban las fosas gracias a los diferentes testimonios y analizaban todas las muestras. En cuanto al hecho de entrar en la zona y trabajar “disfrazados”, es el propio Etxeberría quien resta importancia a lo que parece el guión de una película de aventuras con un final feliz en el que, si no ganan los buenos, al menos sí lo hace la justicia histórica; un filme heroico con todos y cada uno de los ingredientes del género: “Básicamente había que trabajar con turbante por la intensidad del sol, que era excesiva. Yo me había llevado una gorra de visera que no servía de nada. Aunque, obviamente, las chilabas nos ayudaban a pasar más desapercibidos”, reconoce.
En noviembre regresan. Entregarán los primeros restos que encontraron el pasado mes de junio a las familias. Sienten parte de esa responsabilidad histórica como suya. Y quieren que haya presencia internacional que dé cuenta de lo que pasó y de lo que podría pasar. Que nunca más un suéter de talla infantil aparezca en una fosa con un agujero de bala a la altura del corazón, una cruel bandera que ondea el olvido al que se ha sometido a un pueblo masacrado. "Esto no ha hecho más que empezar", parece llamarse el nombre de la misión.


Foto: Eztizen Miranda / Aranzadi



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Pincha en este enlace para ver el documental completo de "La semilla de la verdad".