lunes, 17 de noviembre de 2014

Historias de Nablus



- En una semana se cumplirán tres meses del fin de la ‘Operación Margen Protector’
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- En ella murieron más de 2.000 palestinos, 493 de ellos niños, y 10. 000 quedaron heridos
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- Nos acercamos a Nablus, considerada por Israel la “capital del terrorismo”
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- “¿Quién es el terrorista?”, se preguntan en la ciudad 
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© Rafa Gassó
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“Recuerdo que eran los exámenes finales de la Universidad [en el verano de 2002, durante la Segunda Intifada]. Hacía calor y yo llevaba todo el día estudiando, así que de noche, en un descanso, subí a la terraza a fumarme un cigarrillo. Desde aquí se contemplan las montañas que rodean a la ciudad, es un paisaje muy bonito. No habría dado ni tres caladas cuando percibí un laser sobre mi cuerpo y apenas un segundo después, como si un animal que en ese momento no supe reconocer me hubiera mordido en las dos piernas a la vez. Caí al suelo. Cuando me toqué, a oscuras, descubrí que tenía mucha sangre. Estaba aturdido. Tardé aún unos segundos en comprender que me acababan de disparar”.
Quien habla disculpándose continuamente por la “última historia triste” que ha de relatar en un impecable inglés y con un temple tan dulce como presto a la sonrisa, ambos dignos de admiración, es Wajdi Yaeesh, de 31 años. Licenciado en Marketing y estudiante, hoy, de Sociología, es director general de la ONG “Human Supporters Associaton” y socio contraparte de la expedición ‘Pallasos en Rebeldía’, quienes, durante un par de semanas, celebran la segunda edición del ‘Festiclown Palestina’. Nos encontramos en casa del propio Wadji y al final de un particular tour por el desastre alrededor del casco antiguo de Nablus, una pequeña metrópoli ubicada en un valle al norte de Cisjordania considerada “capital del terrorismo” por Israel. Rodeada de cuatro acuartelamientos militares y nueve checkpoints, está preparada para ser bloqueada y aislada por el gobierno de Tel Aviv en un tiempo récord de cinco segundos. El calor aprieta y algunos miembros de la expedición se refugian en el brillo de un sol fulgurante para disimular ojos acuosos y enrojecidos. Otros se apartan discretamente de escena. Pese a la actividad diaria propia de un zoco que tiene lugar tres plantas más abajo, el silencio reinante agrieta los rostros y resquebraja la atmósfera de un día cualquiera cuando se cumple poco más de un mes del fin de la ‘Operación Margen Protector’. Un enésimo asedio del ejército israelí sobre la franja de Gaza que acabó con la vida de más de 2. 000 palestinos, entre ellos cerca de 500 niños, y dejó heridos a más de 10.000. En el lado contrario fallecieron 64 soldados, 6 civiles y 500 resultaron heridos.
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Wajdi Yaeesh en la terraza de su casa donde fue disparado en las dos piernas por fuego israelí © Rafa Gassó
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Y es que Wadji, que también ha ejercido como paramédico desde su época de estudiante, trata de poner el punto final a un amargo relato que trata de discernir, tal vez de manera inconsciente, cuál de los dos bandos es el terrorista, y que ha comenzado media hora antes a unos metros de su vivienda, en otra casa al principio de la calle, cuando, durante aquella Segunda Intifada escucharon disparos cerca del centro hospitalario donde se encontraban. Los soldados israelíes acababan de disparar a un chiquillo de 13 años asomado fatalmente al balcón. Cuando el padre fue en su ayuda también le dispararon. Al llegar les denegaron la entrada al edificio para rescatar al chaval; cinco horas, las necesarias para sólo pudieran retirar su cadáver entre “mofas y burlas de los soldados”, veinteañeros, ante un padre que quedó malherido y una madre cuyos gritos de horror aún resuenan en la memoria del vecindario. No fue el único que no pudo hacer nada por salvar a su hijo. En otra ocasión, ha recordado antes Wadji, acompañaba a un niño herido cerca del corazón en una ambulancia que fue retenida en un checkpoint, durante horas, hasta que el crío murió. El conductor, paralizado y en estado de shock, era su padre. Ni tampoco el único balcón. “Es su táctica, disparar hacia las ventanas de los edificios”, explicará. Como aquella otra vez en que un francotirador alcanzó a un hombre y pese no herirlo de gravedad, se les prohibió ayudar hasta que murió desangrado frente a su mujer y dos hijas. O ese otro balcón al que sí que pudieron acceder a ofrecer ayuda a una familia que había sido confinada en una habitación mientras los soldados ocupaban el resto de la casa. Les pidieron bolsas de plástico. Cuando les preguntaron si además no precisaban comida o agua, la familia les explicó que los soldados no les dejaban acceder al cuarto de baño y las necesitaban para hacer sus necesidades.

Terrorista, ¿quién es el terrorista?
“… Tardé aún unos segundos en comprender que me acababan de disparar”. Continúa su relato Wadji. “Horas después, cuando por fin dejaron que una ambulancia me atendiese, no nos dejaban partir hacia el hospital ni que me hicieran un torniquete. Durante cinco horas de interrogatorio tuve a dos soldados furiosos acusándome de ser un terrorista y preguntándome a gritos, muy cerca de la cara, quiénes eran mis cómplices. Hubo un momento en el que no pude más. Me estaba desangrando. Perdí la paciencia y le di un puñetazo en la cara a uno de ellos”. Es, quizá, lo último que recuerda con claridad antes de que le sacaran de la ambulancia y lo reventaran a culatazos partiéndole varias costillas. “Me salvó la vida mi madre, que se puso entre ellos y yo. Si no llega a ser por ella, que es una mujer muy valiente”, sonríe, “ahora estaría muerto”.
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Raed Kukhun frente a su antigua casa y la de sus vecinos, en la que murieron 11 miembros de una misma familia tras ser derruidas por Israel con ellos dentro © Rafa Gassó
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Seguramente como Raed Kukhun, cuyo padre, el mismo que le prohibió tajantemente unirse a las milicias cuando era joven, supo prever, desde un principio, lo que se le vendría encima durante aquel primer día de invasión de la ciudad durante la Segunda Intifada, el 3 de abril de 2002. “Luchar con las armas era una forma de no quedar desplazado de la misma gente con la que habías crecido en el barrio, amigos y compañeros de calle no siempre con estudios o perspectivas”, cuenta con un grave poso de tristeza este afable psicólogo de 28 años antes de recordar cómo su “mejor amigo”, quizá con menos determinación para defender según qué preferencias del corazón entre tanta violencia, cayó abatido por fuego israelí. “Le echo mucho de menos. Cada día”, recuerda Raed.
Lo narra frente a la que fuera su casa de la infancia, en el barrio de Alqarion, el mismo que el ejército de Israel eligió para echar veneno en los tanques de agua que suministran a Nablus oeste, “lo que provocó un envenenamiento masivo y el colapso de hospitales”, explica. Tardaron cerca de siete meses en limpiar pozos y cañerías.
“Nadie nos avisó de que debíamos dejar la casa, pero mi padre decidió que nos fuéramos de allí un día antes de la invasión”, rememora Raed. Los accesos a la ciudad antigua de Nablus son muy estrechos. Los tanques no pueden entrar por las calles y hacerlo en jeeps era muy arriesgado para los soldados israelís puesto que en esos momentos había armas e infraestructura para defenderse, cuentan los vecinos. Así que Israel decidió abrir brechas por donde introducir sus tanques derribando edificios con la ayuda de bulldozers. “Durante tres días no se le permitió la entrada ni a la Cruz ni a la Media Luna Roja, ni tampoco a ninguna otra organización médica”, recuerda Raed. “Y cuando por fin pudimos regresar en un alto el fuego, al tercer día…”. El gesto de Raed se estremece. “Nuestra casa ya no existía. Mis libros, mis papeles, mis juguetes, todo, estaba esparcido por la calle. La gente los cogía y los leía, jugaba con ellos”. Pero eso no fue lo peor. “La casa de al lado, mis vecinos de toda la vida, que eran como parte de nuestra familia” –los abuelos, dos tíos, una mujer y su marido y sus cinco hijos-, “había sido derruida con ellos dentro”. “Luego nos enteramos de que trataron de escapar pero quedaron bloqueados. Vieron que uno de los tanques se aproximaba a la parte trasera de la casa y trataron de salir por la puerta principal, pero allí les esperaba un francotirador que les dijo que si salían les dispararía. Estaba todo lleno de soldados. Encontramos entre los escombros a los 11 miembros de la familia. Muertos”. La mujer, que abrazaba a uno de sus hijos, protegiéndolo, estaba embarazada. Raed tenía 16 años.
“¿Quiénes son, entonces, los terroristas?”, parece preguntar cada fotografía y cartel que recuerda a cada mártir en cada esquina de cada calle, en cada pared.
“A uno de mis mejores amigos lo condenaron a 100 años de cárcel”, reflexiona Wadji. “Entró con 20 años y ahora tiene 29. Si muriera en la cárcel sería enterrado en suelo israelí sin importar la posición de su cuerpo con respecto a la Meca” –algo fundamental en la religión musulmana- “y localizado con un número de serie hasta que cumpliese la condena completa, momento en el que sus restos serían devueltos a la familia”. ¿Y el futuro? “Hace dos días volvieron a entrar”, concluye Wadji. “Lo hacen sin un objetivo concreto, sólo para recordar que están ahí”.

domingo, 12 de octubre de 2014

'Festiclown', una caravana de risas ante la barbarie

Durante nueve días una expedición internacional de payasos dirigida por el gallego Iván Prado ha recorrido Cisjordania buscando la sonrisa de 33.000 palestinos..


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Débora Matos, integrante de la compañía brasileña de teatro y clown, Traço, actúa en el hospital Al-Makased de Jerusalén ante una familia procedente de Gaza tras la última ofensiva israelí © Rafa Gassó
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Débora Matos, integrante y fundadora del grupo de teatro brasileño Traço, se quita la nariz de payaso y conteniendo las ganas de romper a llorar con la profesionalidad inherente a su oficio, se acerca a hablar con su acento suave y meloso a una familia recién llegada de Gaza. A su lado asiente en silencio respetuoso el clown Egon Seidler, su compañero en este viaje. A Pepe Viyuela, cómico de infinitos registros gestuales y curtido cooperante en conflictos bélicos, le cuesta disimular la tensa mueca de seria preocupación que desdibuja su faceta más conocida. Lo mismo le ocurre al músico Mr. Kilombo, Miki, cuando comienza a oír unas detonaciones nocturnas que no sabe discernir si son petardos o disparos de subfusil. Son diferentes momentos de una expedición tan titánica como romántica que, bajo el nombre de ‘Festiclown Palestina', ha llevado en su segunda edición a un grupo de ‘Pallasos en Rebeldía' capitaneados por el ‘flautista de Hamelín' de las risas gallego, Iván Prado -de ahí la doble "l" en lugar de la "y" que tanto confunde a los castellano parlantes-, a recorrer los territorios ocupados de Cisjordania en busca de una merecida sonrisa tras la última ofensiva israelí contra Gaza, franja donde no se les permitió actuar.

A tan arrojada y diríase que extraña comitiva, de pasaporte dispar, habría que sumar a los payasos argentinos Laura ‘Mandarina' y Marcelo González, a la compañía de cómicos trapecistas de uruguaya y madrileño, ‘Kanbahiota', al clown y acróbata polivalente, hijo de Teresa Aranguren, David Cebrián, al catalán Pablo Superestar o al escocés Johnny Melville. Todos ellos, apoyados por la cantera de la Escuela de Circo de Ramala, han actuado durante nueves días y ante cerca de 33.000 personas, en calles, escuelas, hospitales y campos de refugiados, en un tour por el desastre que comenzó en Jerusalén y continuó en Belén, el Valle del Jordán y Ramala antes de concluir en Nablus.

En busca de un final feliz

"Somos payasos. Hemos venido a tratar de sacaros una sonrisa". Quien habla acercándose de puntillas a una familia de mujeres que rodea y protege a un bebé recién llegado de Gaza es Débora. Primero la miran con recelo. A ella y a su compañero, esos dos brasileños cuyo acento inglés les cuesta reconocer y que han aparecido de la nada por los pasillos del hospital Al-Makased de Jerusalén vestidos con zapatones, ropajes estrafalarios y sin que quepa una pizca de color más en su maquillaje. Pero poco a poco, vistas las carcajadas del personal sanitario y contrastada la fama que les precede -son los mismos que un día antes consiguieron arrancar sonidos guturales de pura alegría a un bebé que llevaba dos meses mudo de voz y de mueca por el horror de una masacre que aún no comprende-, acceden a dejarse mimar por las carantoñas patosas de estos dos actores de teatro que saben muy bien lo que hacen. Como el resto de la experimentada caravana circense, llevan varios años desarrollando en paralelo este proyecto de clowns que trabaja con los más vulnerables y la misma cosa conseguirán días más tarde en la UCI del hospital de Rafidia, en Nablus. Allí, una adolescente herida por los bombardeos israelíes en Gaza, que perdió a su padre y cuya madre se encuentra también ingresada por quemaduras, llora el dolor en su significado más amplio hasta que los ve aparecer y le resulta imposible reprimir las carcajadas pese a lo incómodo de reír tras una mascarilla de oxígeno.

"Es lo peor de esta guerra, el daño psicológico. La heridas físicas se curan y los muertos se entierran, pero recuperar a alguien traumatizado es difícil", explica Ihab, un psicólogo palestino que trabaja en terapia de clown con niños y participa activamente en el festival. Lo sabe bien él y lo sabe también Pepe Viyuela, horrorizado junto al resto de compañeros que han ido a actuar en una gala que tiene lugar en un parque de Jerusalén. Allí, cientos de niños y adolescentes convierten una circense y soleada mañana de domingo en un polvorín con forma de ratonera a punto de reventar. Es la forma que tiene de relacionarse gran parte de toda una generación que ha nacido bajo la ocupación militar de un Estado con pocos miramientos a la hora de someter "terroristas". O lo que es lo mismo: cualquier palestino que les cuestione. La función, entre carreras de motos suicidas, peleas a guantazo limpio y un sinfín de pistolas de plástico capaces de disparar pequeños proyectiles improvisados que no hieren pero sí hacen daño -el juguete preferido de cuanto niño y no tan niño puebla el extrarradio de un norte que la última ofensiva en Gaza terminó de difuminar-, hacen que la fiesta esté a punto de suspenderse, varias veces, en beneficio de la integridad física de la expedición. Es el resultado de la violencia endémica que han visto en sus casas, en la calle, en el constante acoso que han sufrido desde que nacieron y que a una inmensa mayoría de críos que no levantan un palmo del suelo le ha costado la vida de padres, madres, primos o vecinos. Los cerca de 500 menores muertos este verano tampoco han ayudado. Para Rashed Swafta, coordinador de la ONG "Jordan Valley Solidarity" y palestino de mirada dulce y gesto calmo, que asume con paciencia que el Gobierno de Israel les haya arrebatado el derecho a extraer el agua que mana de sus pozos y ahora deban de comprársela a ellos -que son quienes la extraen-, a unos precios más que abusivos, el miedo está en saber qué pasará de aquí diez años con toda esa generación. No pocas voces temen que una vez sean mayores ya estén listos para "matar judíos", una ilusión de madurez muy recurrente entre la chiquillería.

Con todo, recuerda Ihab tratando de expresar en palabras la esperanza innata del pueblo palestino, "tenemos que vivir e intentar ser felices". Quizá eso explique las ganas de reír, pese a todo, de una asistencia esforzada en dar las gracias a cada momento e inmortalizar la alegría y los abrazos que se hacían con la expedición en mil y un ‘selfie'. En palabras de Iván Prado, director del Festiclown, "esta edición ha sido la más hermosa, compleja y necesaria de todas, movilizando miles de risas, corazones y esperanzas desde un lugar de humanidad llamado ‘payasería internacional', para derrumbar el Muro de la Vergüenza, el miedo y el ostracismo, armados con narices de payaso y con el alma a flor de piel".
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