martes, 11 de febrero de 2014

Òscar Tardío Benítez: In memoriam (II)


In Memoriam: Òscar Tardío Benítez from Kiku Comino on Vimeo.

Juli me pidió que presente los videos que ha preparado Kiku. Todo un honor para mí, porque Kiku fue, junto con todos vosotros, uno de los primeros regalos que me hizo Óscar. O más bien los videos de Kiku, porque conocí antes los videos del Kiku que al propio Kiku. Hace unos años me encargaron fotografiar una boda y los clientes también querían video. Yo entonces no hacía video y contándoselo a Óscar, porque yo hablaba mucho con Óscar de fotografía y de curro, me dijo: “Pues tengo un colega que hace unos videos que se te va la olla”. Una frase muy de Óscar, eh. “Que se te va la olla”. En fin.
El caso es que como tenía que presentar estos videos, hablé esta semana con Kiku por Skype. Es curioso, pero sabéis que Skype, cuando se abre, te saca por defecto las últimas conversaciones que tuviste, y allí apareció un grito que decía “¡Morral!”, que era una de las formas que Óscar y yo utilizábamos para llamarnos. “¡Morral!” Ahí se había quedado congelada mi última conversación con Óscar. “Morral” era como me llamaba mi abuelo. Que yo utilizase esta expresión con Óscar es muy significativo. Mi abuelo fue una de las personas que más ha influido en mi modo de ver la vida y en mi personalidad. Murió hace 26 años y aún sigo hablando con él. Y me está pasando lo mismo con Óscar. Mi abuelo era un hombre bueno, duro como una roca, pero bueno y justo, con un sentido de la decencia y de la honradez exacerbado. No era un hombre serio. Ni mucho menos. Era un tío muy divertido. Un hombre que sabía reírse de si mismo y de todos los demás, pero de él primero. Un hombre que contagiaba la risa. Un hombre en el que te podías apoyar porque sabías que nunca te dejaría tirado. Un hombre que sabía distinguir perfectamente cuándo había que utilizar la palabra y cuándo el coraje, cuándo era tiempo para la paz y cuándo para la guerra. Amigo inquebrantable de sus amigos, si había que utilizar una u otra no le temblaba el pulso, os lo puedo asegurar. Exactamente igual que Óscar. Por eso yo le llamaba Morral. Porque mi sentimiento hacia él es el mismo que tuve hacia mi abuelo. El de admiración y profundo cariño hacia el perfecto compañero de armas con el que avanzar, hacia delante, sin descanso, en esta batalla que es la vida. De hecho, sin ser creyente, sólo hablo con dos personas que ya no están entre nosotros: Una es mi abuelo y la otra es Óscar.
“Iré a cualquier parte siempre que sea hacia adelante”, dijo uno de los mayores exploradores y viajeros de este mundo, el Dr. Livingstone, supongo. Sin miedo. Y sin mirar atrás. Como el viento, un elemento muy presente en este video que vais a ver. A veces suave, a veces huracanado. Pero siempre viento hacia adelante.
No es casualidad que a Óscar lo conociese en medio del viento, en la costa atlántica de Marruecos, en Essaouira, en la plaza, posiblemente, con más viento del mundo. Allí estaba él. Tomándose un té. Sonriente, con esa mirada que ponía de corderito, incapaz de matar una mosca… Aparentemente. Porque esa es otra cosa que siempre me impresionó de Óscar. Su determinación para sacar pecho, y su capacidad para resolver problemas rápido y evitando sulfurarse demasiado. “Si se puede, se puede y si no, ¡a otra cosa, mariposa!”, otra de sus frases míticas. Recuerdo que al poco de conocernos fuimos a hacer una excursión a una playa muy bonita que está muy cerca de Essaouira, y que se llama Sidi Kauki. Fue la primera vez que conduje su catxarret, por cierto, hablando de cosas míticas. Al llegar la hora de comer, aquello es medio desierto, medio playa, no encontrábamos ningún lugar. Y de pronto, en medio de la nada, vemos lo que parecía un bar, por llamarlo de alguna manera, una construcción de adobe perdida de la mano de Dios. Allá que vamos. Bueno, pues si éramos creo que 5  comensales, el tipo, que era una especie de Torrente, debía llevar diez años sin duchar, lleno de lamparones, nos saca, para los cinco, una especie de tapa de huevos de camello enana y asquerosa, por la que además nos quería cobrar una pasta. Yo llevaba unos meses viviendo en Essaouira, se suponía que conocía la zona, y quizá por eso me sentí responsable y me indigné. Muchísimo. Mucho. Quería matarlo. Entonces Óscar, muy como era él, respirando hondo, me dice: No te preocupes. Enviamos a este tío a la mierda y saco embutido que he traído del Maresme: Choricito, salchichón, jamón… Y os invito a comer. Así era Óscar. A mí me iba a reventar la vena del cuello de la rabia que sentía en ese momento y él ya se había hecho con la situación sin grandes aspavientos. Práctico y resolutivo. Estas semanas, viendo trabajar a Juli, organizando todo esto, con esa fuerza y entusiasmo que tiene, pensaba mucho en esto. Pensaba, coño, ya sé de dónde le venía a Óscar tanta fuerza y tanta templanza. Son los Tardío Benítez. En fin, nuestra amistad fue como un flechazo, por qué no decirlo. Es curioso esto porque Óscar, cuando te hablaba de alguien, cuando te lo describía, solía decir: “Es un tío que enamora”. Y en realidad el encantador de serpientes era él. Era él quien enamoraba. Supongo que nos conocimos en un momento vital muy parecido, los dos estábamos en un punto de inflexión muy importante de nuestras vidas, y quizá por eso congeniamos muy bien.
Y el viento nos llevó a la India, otro de los países que veréis en este video. Era el primer viaje que de alguna manera sellaba un pacto. Me explico: En mi experiencia he llegado a la conclusión de que hay dos tipos de mochileros. Los que aprenden a viajar en África y los que lo hacen en India. El había aprendido a ser viajero en África y yo en la India. Yo le abriría las puertas de India y él, a cambio, lo haría de África. Son dos continentes parecidos, pero lo cierto es que el que ha empezado primero con África, luego India le cuesta. Y al revés. Y ese fue el caso de Óscar. India no le entró bien, pero como era un tío muy práctico y resolutivo, decidió darle la vuelta a la tortilla y sacarle partido. Así que fue un viaje muy divertido donde el “Morral” pasó a convertirse en el “Polvorilla”, como le llamaban en el trabajo. Al principio se puso excusas. Yo recuerdo despertarme a eso de las 9h, ver que la habitación de Kiku y Óscar estaba cerrada, ellos solían compartir habitación, y pensar, bueno, pues ya se levantarán. Bajar a desayunar y entonces encontrarme con Óscar, que ya llevaba horas levantado, explicándome nervioso: “Que vengo del internet porque se me ha ido la olla. Yo en unas semanas empiezo la temporada de la nieve y no sé qué hago en este país de mierda, a ver si me van a echar del curro, porque yo debería de estar trabajando, en Andorra, y no aquí. Y me he liado con las fechas y se me ha ido la olla. Y esto está lleno de mierda, y yo quiero ducharme con agua limpia, y me está picando todo”. Al final solucionó lo del trabajo y de ahí pasó al otro extremo. De pronto te venía y te decía: “Tío, he pensado que podíamos torear una vaca. Hay mogollón”. En ocasiones como esa se le podía frenar y menos mal, porque la vaca es el animal más sagrado de India y si le haces algo puedes acabar en Guantánamo. O cuando quería comprobar si es cierto que los elefantes le tienen pánico a las ratas. Elefantes y ratas, dos cosas muy fácil de juntar en India. Ahí sudabas. Yo recuerdo que hasta el tío negociaba sus compras en perfecto español. Decía, “¡Bah, si estos me entienden perfectamente!”. Y lo acojonante es que era verdad. Le entendían. Pero otras veces no había forma. Lo sabe Kiku y lo vais a ver vosotros en el video, como cuando se puso a vender menús en los restaurantes de Nueva Delhi, demostrándole a los indios cómo hay que trabajar. O como cuando decidió comerse un chile picante de un solo bocado para demostrar que los indios eran unas nenazas y estuvo una noche entera sin poder hablar, con la garganta calcinada. De lo que más recuerdo de ese viaje es a Óscar con una “idea” nueva cada 5 minutos, y yo quitándosela de la cabeza y diciéndole: “Tío, vamos acabar en comisaría”. O el viaje al Templo de las Ratas, ¿eh, Kiku? India, templo y ratas, qué combinación. ¿A quién se le ocurrió que era una buena idea ir a visitar un templo dedicado a las ratas en India? Sólo vi una vez a Óscar con cara de mosqueo, y sale en este video, en la escena en la que vamos en un taxi, saliendo de Rishikesh, en el que su cara de agobio es total. Y eso es antes de ir al Templo de las Ratas. Incredible India. Porque el resto del viaje lo recuerdo con muchas risas y muchas anécdotas que me vais a permitir que no cuente. Óscar y yo éramos muy de cumplir pactos entre caballeros, y sólo hubo uno que no pudo ser: Que fuese él quien me abriese las puertas de África. No pudo ser y no sé si algún día volveré a querer viajar a África.
El viento, conforme me trajo un buen día a Óscar, un buen día se lo llevó. Viento somos. Algún día, el viento me llevará a mi también. Ese día volveremos a volar juntos, en mar abierto, por detrás de las estrellas.
Te quiero, compañero eterno. Siempre en mi corazón.

lunes, 10 de febrero de 2014

The true history of a moratón


Contaré su historia, mi historia, la historia de esta foto. Es mediodía y estamos en Sudder Street, la calle con más vida de toda Calcuta (sic), apenas 200 metros en los que se concentran toda clase de hoteles, espacios con más o menos brillo para comer y viajeros de todo pelaje y condición. Es el mes de febrero y el frío e incómodo invierno que hiela la piel de Delhi hasta Benarés, ha sido sustituido por el tibio calor húmedo que empapa, aún amable, el estado de Bengala Occidental. Se agradece ir en manga corta, rescatar las sandalias de la mochila, olvidar los vaqueros desde la primera hora del día, esa en la que el fresco es ya sólo estival, de verano mediterráneo. He llegado por primera vez a la ciudad en un tren que ha cruzado durante toda la noche, renqueante, el último tramo oriental de esa franja semi norte que atraviesa India de este a oeste. A las 7 de la mañana.
He tenido mucha suerte. He encontrado una habitación digna y barata, sin baño y enana pero bastante limpia, a la segunda, y para celebrarlo he salido raudo a dar una vuelta de reconocimiento por el barrio sin pasar por la ducha. Allí voy a pasar las próximas y últimas semanas de mi estancia en India, antes de volar a Bangkok y plantarme en Myanmar de un salto y de vacaciones. Ouyeamadafaca! Llevo cerca de tres meses comiendo polvo, a pico y pala, enfangado en barros varios, teñido de mierda, y ahora me siento como un colegial ante la inminente llegada de las vacaciones. El reloj debe de marcar las 11am y decido comer. Tengo hambre y según la Ley del Errante, “Si tienes hambre y hallas comida, come”. Aunque no sean horas. Nunca se sabe cuándo volverá la oportunidad. Y así es. Localizo un puesto callejero con mucho salero y algunos turistas, pido unos chicken noodles al jefe, CEO, camarero y cocinero, todo en una, y una enorme y rica y fría Coca Cola que me llevo puesta, dando sorbos, y tomo asiento en uno de los taburetes tamaño liliputiense que aún queda vacío. Miro alrededor, sonrío a los demás comensales. Despliego la antena, llegan mis noodles, dejo la Coca Cola en el suelo y devoro los tallarines. Un indio adolescente gigante y con Síndrome de Down al que llevo observando desde que me he sentado allí merodea en un negocio que hay en la acera de enfrente; para a todo el mundo por la calle, les coge de la mano casi al azar, y si es que se fija en otra cosa que llame más su atención, suelta a la presa y cambia de objetivo. Como yo en este caso. De repente, repara en mi plato y en mi Coca Cola, deja al último turista que tenía cogido de las manos, y sin apartar la vista fijamente de una y otra cosa -mi plato, ahora vacío, y mi Coca Cola, que está a un tercio de ser terminada-, cruza de tres o cinco zancadas rápidas y certeras, sin vacilar, hasta mi posición, y al llegar frente a mí frena, y sin mediar palabra, como si estuviera jugando al juego del pañuelo, agarra mi Coca Cola y sale corriendo. A la carrera. Literalmente. Miro alrededor. Sonrío estúpidamente. A mi esto me pasa muy a menudo, je je. je j… je… j… 
Pero ya no me pasará. El ser humano también puede ser rata que aprende con rapidez. Debe ser mi segundo día en Calcuta. Vuelvo a comer donde ayer. Otra vez lo mismo. Me lo veo venir. El adolescente gigantón con Síndrome de Down que juguetea con los turistas que pasean frente a él, en la puerta del negocio que hay enfrente del puesto de comidas callejero en el que yo me hallo sentado, vuelve a fijarse en mi Coca Cola en cuanto pongo el plato de noodles, ya vacío, en el suelo. Pero esta vez la agarro con rapidez, cosa que al adolescente gigantón no parece importarle. Sin mediar palabra, se abalanza sobre mí y trata de arrebatarme la Coca Cola. ¿La verdad? Me importa unos cojones, no pienso darle mi Coca Cola y suave, pero con la misma fuerza con la que él me empuja, trato de apartarlo de mi con una mano mientras que con la otra sujeto la dichosa Coca Cola; sonriendo, con cara de circunstancias. En eso el jefe, CEO, camarero y cocinero, todo en una, del tinglado, sale al grito en mi defensa, y dándole cariñosas patadas en el culo y unas cuantas collejas, lo saca de allí. Me sonríe y me pide perdón. Es su padre. Yo a su vez le sonrío y le digo que no pasa nada. No hay ningún problema. Así lo siento. De verdad. Observo al adolescente gigantón que me mira de reojo desde la acera de enfrente. ¿Se habrá quedado con mi cara? No sé por qué pregunto. Tampoco cuántos días han pasado ya desde que llegué a Calcuta.
Ahora son las seis de la mañana. La ciudad comienza a desperezarse y curiosa y contrariamente al resto de India, a esas horas todavía no se ve mucha gente por el barrio. Yo espero, fumándome un piti frente al hotel donde se aloja una de las compañeras de voluntariado en la Fundación de la Madre Teresa donde me he puesto a colaborar, a que baje a la calle. Solemos ir juntos, paseando, al sobrio desayuno –dos rebanadas de pan de molde, a pelo, un plátano y un té-, que la Fundación ofrece antes de que cada voluntario salga hacia su destino. Daya Dan, el hospicio para 26 niños de todas las edades, hasta los 30, con parálisis cerebral, que han sido recogidos de la calle, es el mío. 
Y en esas estoy, fumándome un piti, haciendo fotos con el móvil a ese espacio inusualmente desierto y en silencio para mi proyecto Instagramindia, mientras espero a que baje a la calle mi colega, cuando de pronto, de la nada, aparece caminando directamente hacia mí… el adolescente gigantón con Síndrome de Down de todos los mediodías. Me coge de la mano y empieza a balancear su brazo y, obvio, de paso, también mi brazo. A la par. Me sonríe. Le sonrío. Quiere bailar. O jugar. Supongo. A su manera. El problema es que llevamos cinco minutos balanceando ambos brazos, el suyo y el mío, en la misma dirección, con la misma frecuencia, y en algún momento, en cuanto baje mi colega, por ejemplo, habré de soltarme e irme a la Fundación de la Madre Teresa. Ni tiene sentido ninguno que ambos balanceemos nuestros brazos eternamente en una coreografía sin fin, ni mi brazo suficiente resistencia muscular como para no descansar de una serie de unos 200 movimientos seguidos. Intento desengancharme de mi amigo haciendo fuerza pero sin dejar de sonreír... Y él también sonríe y a cada movimiento mío en el que trato de soltarme, me agarra más y más fuerte. Empiezo a inquietarme y a pensar que mi destino está en la esquina de esa pequeña bocacalle en la que me tiene atrapado. El colega parece dispuesto a no soltarme jamás. Meterle un puño en la cara y salir al trote, del rollo “a mi que me registren, yo no he hecho nada; sí, algunos gritos he oído, pero no sé, yo pasaba de largo, es que llego tarde a un voluntariado”, no es que me parezca excesivamente cínico a esas alturas, la verdad. Básicamente, me sabe mal la posibilidad de golpear a un chaval con Síndrome de Down y de última desconozco cuál podría ser su reacción, porque lo cierto es que es gigante y tiene mucha (bastante) más fuerza que yo. Podría levantarme con una mano y reventarme contra el suelo sin pestañear, no me cabe la menor duda. Tampoco habría forma de justificar una escena rollo pressing catch de un turista occidental vs. un chaval indio con Síndrome de Down, pero el caso es que mi colega sigue sin bajar y no pasa nadie, ni Dios ni Brahma ni Vishnu ni Shiva por la calle. Solos el chaval y yo, forcejeando absurdamente. Yo queriendo soltarme y él agarrándome más fuerte, je je. je j… je… j… ¿Cuánto ha pasado? ¿Cinco, diez minutos…? De pronto aparecen de la nada, como apareció mi amigo el gigantón hace ya tantísimo tiempo, tres indios, quienes al comprender, rápido, la situación, se abalanzan de un salto sobre el gigantón y el gigantón se abalanza ya todo él sobre mí, abrazándome como para agarrarme más fuerte y que nadie le suelte de mí, mientras los tres indios estiran de él. La situación es cómica. E incómoda. En una de esas, en un golpe coordinado, los tres tiran a la vez con fuerza y logran soltarle de mí como quien descorcha una botella de vino a presión. En esos momentos también aparece mi colega, que abre la puerta del hotel y le indico con un gesto que tire hacia delante. ¡No pares, ahora te cuento! Estoy estresado. Y dolorido. Me quito la camiseta, compruebo los "daños". Me hago una foto. Esta:
:)
Y ya.
FIN.
¿Qué queríais, una obra de Shakespeare?
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