lunes, 10 de febrero de 2014

The true history of a moratón


Contaré su historia, mi historia, la historia de esta foto. Es mediodía y estamos en Sudder Street, la calle con más vida de toda Calcuta (sic), apenas 200 metros en los que se concentran toda clase de hoteles, espacios con más o menos brillo para comer y viajeros de todo pelaje y condición. Es el mes de febrero y el frío e incómodo invierno que hiela la piel de Delhi hasta Benarés, ha sido sustituido por el tibio calor húmedo que empapa, aún amable, el estado de Bengala Occidental. Se agradece ir en manga corta, rescatar las sandalias de la mochila, olvidar los vaqueros desde la primera hora del día, esa en la que el fresco es ya sólo estival, de verano mediterráneo. He llegado por primera vez a la ciudad en un tren que ha cruzado durante toda la noche, renqueante, el último tramo oriental de esa franja semi norte que atraviesa India de este a oeste. A las 7 de la mañana.
He tenido mucha suerte. He encontrado una habitación digna y barata, sin baño y enana pero bastante limpia, a la segunda, y para celebrarlo he salido raudo a dar una vuelta de reconocimiento por el barrio sin pasar por la ducha. Allí voy a pasar las próximas y últimas semanas de mi estancia en India, antes de volar a Bangkok y plantarme en Myanmar de un salto y de vacaciones. Ouyeamadafaca! Llevo cerca de tres meses comiendo polvo, a pico y pala, enfangado en barros varios, teñido de mierda, y ahora me siento como un colegial ante la inminente llegada de las vacaciones. El reloj debe de marcar las 11am y decido comer. Tengo hambre y según la Ley del Errante, “Si tienes hambre y hallas comida, come”. Aunque no sean horas. Nunca se sabe cuándo volverá la oportunidad. Y así es. Localizo un puesto callejero con mucho salero y algunos turistas, pido unos chicken noodles al jefe, CEO, camarero y cocinero, todo en una, y una enorme y rica y fría Coca Cola que me llevo puesta, dando sorbos, y tomo asiento en uno de los taburetes tamaño liliputiense que aún queda vacío. Miro alrededor, sonrío a los demás comensales. Despliego la antena, llegan mis noodles, dejo la Coca Cola en el suelo y devoro los tallarines. Un indio adolescente gigante y con Síndrome de Down al que llevo observando desde que me he sentado allí merodea en un negocio que hay en la acera de enfrente; para a todo el mundo por la calle, les coge de la mano casi al azar, y si es que se fija en otra cosa que llame más su atención, suelta a la presa y cambia de objetivo. Como yo en este caso. De repente, repara en mi plato y en mi Coca Cola, deja al último turista que tenía cogido de las manos, y sin apartar la vista fijamente de una y otra cosa -mi plato, ahora vacío, y mi Coca Cola, que está a un tercio de ser terminada-, cruza de tres o cinco zancadas rápidas y certeras, sin vacilar, hasta mi posición, y al llegar frente a mí frena, y sin mediar palabra, como si estuviera jugando al juego del pañuelo, agarra mi Coca Cola y sale corriendo. A la carrera. Literalmente. Miro alrededor. Sonrío estúpidamente. A mi esto me pasa muy a menudo, je je. je j… je… j… 
Pero ya no me pasará. El ser humano también puede ser rata que aprende con rapidez. Debe ser mi segundo día en Calcuta. Vuelvo a comer donde ayer. Otra vez lo mismo. Me lo veo venir. El adolescente gigantón con Síndrome de Down que juguetea con los turistas que pasean frente a él, en la puerta del negocio que hay enfrente del puesto de comidas callejero en el que yo me hallo sentado, vuelve a fijarse en mi Coca Cola en cuanto pongo el plato de noodles, ya vacío, en el suelo. Pero esta vez la agarro con rapidez, cosa que al adolescente gigantón no parece importarle. Sin mediar palabra, se abalanza sobre mí y trata de arrebatarme la Coca Cola. ¿La verdad? Me importa unos cojones, no pienso darle mi Coca Cola y suave, pero con la misma fuerza con la que él me empuja, trato de apartarlo de mi con una mano mientras que con la otra sujeto la dichosa Coca Cola; sonriendo, con cara de circunstancias. En eso el jefe, CEO, camarero y cocinero, todo en una, del tinglado, sale al grito en mi defensa, y dándole cariñosas patadas en el culo y unas cuantas collejas, lo saca de allí. Me sonríe y me pide perdón. Es su padre. Yo a su vez le sonrío y le digo que no pasa nada. No hay ningún problema. Así lo siento. De verdad. Observo al adolescente gigantón que me mira de reojo desde la acera de enfrente. ¿Se habrá quedado con mi cara? No sé por qué pregunto. Tampoco cuántos días han pasado ya desde que llegué a Calcuta.
Ahora son las seis de la mañana. La ciudad comienza a desperezarse y curiosa y contrariamente al resto de India, a esas horas todavía no se ve mucha gente por el barrio. Yo espero, fumándome un piti frente al hotel donde se aloja una de las compañeras de voluntariado en la Fundación de la Madre Teresa donde me he puesto a colaborar, a que baje a la calle. Solemos ir juntos, paseando, al sobrio desayuno –dos rebanadas de pan de molde, a pelo, un plátano y un té-, que la Fundación ofrece antes de que cada voluntario salga hacia su destino. Daya Dan, el hospicio para 26 niños de todas las edades, hasta los 30, con parálisis cerebral, que han sido recogidos de la calle, es el mío. 
Y en esas estoy, fumándome un piti, haciendo fotos con el móvil a ese espacio inusualmente desierto y en silencio para mi proyecto Instagramindia, mientras espero a que baje a la calle mi colega, cuando de pronto, de la nada, aparece caminando directamente hacia mí… el adolescente gigantón con Síndrome de Down de todos los mediodías. Me coge de la mano y empieza a balancear su brazo y, obvio, de paso, también mi brazo. A la par. Me sonríe. Le sonrío. Quiere bailar. O jugar. Supongo. A su manera. El problema es que llevamos cinco minutos balanceando ambos brazos, el suyo y el mío, en la misma dirección, con la misma frecuencia, y en algún momento, en cuanto baje mi colega, por ejemplo, habré de soltarme e irme a la Fundación de la Madre Teresa. Ni tiene sentido ninguno que ambos balanceemos nuestros brazos eternamente en una coreografía sin fin, ni mi brazo suficiente resistencia muscular como para no descansar de una serie de unos 200 movimientos seguidos. Intento desengancharme de mi amigo haciendo fuerza pero sin dejar de sonreír... Y él también sonríe y a cada movimiento mío en el que trato de soltarme, me agarra más y más fuerte. Empiezo a inquietarme y a pensar que mi destino está en la esquina de esa pequeña bocacalle en la que me tiene atrapado. El colega parece dispuesto a no soltarme jamás. Meterle un puño en la cara y salir al trote, del rollo “a mi que me registren, yo no he hecho nada; sí, algunos gritos he oído, pero no sé, yo pasaba de largo, es que llego tarde a un voluntariado”, no es que me parezca excesivamente cínico a esas alturas, la verdad. Básicamente, me sabe mal la posibilidad de golpear a un chaval con Síndrome de Down y de última desconozco cuál podría ser su reacción, porque lo cierto es que es gigante y tiene mucha (bastante) más fuerza que yo. Podría levantarme con una mano y reventarme contra el suelo sin pestañear, no me cabe la menor duda. Tampoco habría forma de justificar una escena rollo pressing catch de un turista occidental vs. un chaval indio con Síndrome de Down, pero el caso es que mi colega sigue sin bajar y no pasa nadie, ni Dios ni Brahma ni Vishnu ni Shiva por la calle. Solos el chaval y yo, forcejeando absurdamente. Yo queriendo soltarme y él agarrándome más fuerte, je je. je j… je… j… ¿Cuánto ha pasado? ¿Cinco, diez minutos…? De pronto aparecen de la nada, como apareció mi amigo el gigantón hace ya tantísimo tiempo, tres indios, quienes al comprender, rápido, la situación, se abalanzan de un salto sobre el gigantón y el gigantón se abalanza ya todo él sobre mí, abrazándome como para agarrarme más fuerte y que nadie le suelte de mí, mientras los tres indios estiran de él. La situación es cómica. E incómoda. En una de esas, en un golpe coordinado, los tres tiran a la vez con fuerza y logran soltarle de mí como quien descorcha una botella de vino a presión. En esos momentos también aparece mi colega, que abre la puerta del hotel y le indico con un gesto que tire hacia delante. ¡No pares, ahora te cuento! Estoy estresado. Y dolorido. Me quito la camiseta, compruebo los "daños". Me hago una foto. Esta:
:)
Y ya.
FIN.
¿Qué queríais, una obra de Shakespeare?
.

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