Durante nueve días una expedición internacional de payasos dirigida por el gallego Iván Prado ha recorrido Cisjordania buscando la sonrisa de 33.000 palestinos..
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Débora Matos, integrante y fundadora del grupo de teatro
brasileño Traço, se quita la nariz de payaso y conteniendo las ganas de
romper a llorar con la profesionalidad inherente a su oficio, se acerca a
hablar con su acento suave y meloso a una familia recién llegada de
Gaza. A su lado asiente en silencio respetuoso el clown Egon Seidler, su
compañero en este viaje. A Pepe Viyuela, cómico de infinitos registros
gestuales y curtido cooperante en conflictos bélicos, le cuesta
disimular la tensa mueca de seria preocupación que desdibuja su faceta
más conocida. Lo mismo le ocurre al músico Mr. Kilombo, Miki, cuando
comienza a oír unas detonaciones nocturnas que no sabe discernir si son
petardos o disparos de subfusil. Son diferentes momentos de una
expedición tan titánica como romántica que, bajo el nombre de
‘Festiclown Palestina', ha llevado en su segunda edición a un grupo de
‘Pallasos en Rebeldía' capitaneados por el ‘flautista de Hamelín' de las
risas gallego, Iván Prado -de ahí la doble "l" en lugar de la "y" que
tanto confunde a los castellano parlantes-, a recorrer los territorios
ocupados de Cisjordania en busca de una merecida sonrisa tras la última
ofensiva israelí contra Gaza, franja donde no se les permitió actuar.
A
tan arrojada y diríase que extraña comitiva, de pasaporte dispar,
habría que sumar a los payasos argentinos Laura ‘Mandarina' y Marcelo
González, a la compañía de cómicos trapecistas de uruguaya y madrileño,
‘Kanbahiota', al clown y acróbata polivalente, hijo de Teresa Aranguren,
David Cebrián, al catalán Pablo Superestar o al escocés Johnny
Melville. Todos ellos, apoyados por la cantera de la Escuela de Circo de
Ramala, han actuado durante nueves días y ante cerca de 33.000
personas, en calles, escuelas, hospitales y campos de refugiados, en un
tour por el desastre que comenzó en Jerusalén y continuó en Belén, el
Valle del Jordán y Ramala antes de concluir en Nablus.
En busca de un final feliz
"Somos payasos. Hemos venido a tratar de sacaros una sonrisa". Quien habla acercándose de puntillas a una familia de mujeres que rodea y protege a un bebé recién llegado de Gaza es Débora. Primero la miran con recelo. A ella y a su compañero, esos dos brasileños cuyo acento inglés les cuesta reconocer y que han aparecido de la nada por los pasillos del hospital Al-Makased de Jerusalén vestidos con zapatones, ropajes estrafalarios y sin que quepa una pizca de color más en su maquillaje. Pero poco a poco, vistas las carcajadas del personal sanitario y contrastada la fama que les precede -son los mismos que un día antes consiguieron arrancar sonidos guturales de pura alegría a un bebé que llevaba dos meses mudo de voz y de mueca por el horror de una masacre que aún no comprende-, acceden a dejarse mimar por las carantoñas patosas de estos dos actores de teatro que saben muy bien lo que hacen. Como el resto de la experimentada caravana circense, llevan varios años desarrollando en paralelo este proyecto de clowns que trabaja con los más vulnerables y la misma cosa conseguirán días más tarde en la UCI del hospital de Rafidia, en Nablus. Allí, una adolescente herida por los bombardeos israelíes en Gaza, que perdió a su padre y cuya madre se encuentra también ingresada por quemaduras, llora el dolor en su significado más amplio hasta que los ve aparecer y le resulta imposible reprimir las carcajadas pese a lo incómodo de reír tras una mascarilla de oxígeno.
"Es lo peor de esta guerra, el daño psicológico.
La heridas físicas se curan y los muertos se entierran, pero recuperar a
alguien traumatizado es difícil", explica Ihab, un psicólogo palestino
que trabaja en terapia de clown con niños y participa activamente en el
festival. Lo sabe bien él y lo sabe también Pepe Viyuela, horrorizado
junto al resto de compañeros que han ido a actuar en una gala que tiene
lugar en un parque de Jerusalén. Allí, cientos de niños y adolescentes
convierten una circense y soleada mañana de domingo en un polvorín con
forma de ratonera a punto de reventar. Es la forma que tiene de
relacionarse gran parte de toda una generación que ha nacido bajo la
ocupación militar de un Estado con pocos miramientos a la hora de
someter "terroristas". O lo que es lo mismo: cualquier palestino que les
cuestione. La función, entre carreras de motos suicidas, peleas a
guantazo limpio y un sinfín de pistolas de plástico capaces de disparar
pequeños proyectiles improvisados que no hieren pero sí hacen daño -el
juguete preferido de cuanto niño y no tan niño puebla el extrarradio de
un norte que la última ofensiva en Gaza terminó de difuminar-, hacen que
la fiesta esté a punto de suspenderse, varias veces, en beneficio de la
integridad física de la expedición. Es el resultado de la violencia
endémica que han visto en sus casas, en la calle, en el constante acoso
que han sufrido desde que nacieron y que a una inmensa mayoría de críos
que no levantan un palmo del suelo le ha costado la vida de padres,
madres, primos o vecinos. Los cerca de 500 menores muertos este verano
tampoco han ayudado. Para Rashed Swafta, coordinador de la ONG "Jordan
Valley Solidarity" y palestino de mirada dulce y gesto calmo, que asume
con paciencia que el Gobierno de Israel les haya arrebatado el derecho a
extraer el agua que mana de sus pozos y ahora deban de comprársela a
ellos -que son quienes la extraen-, a unos precios más que abusivos, el
miedo está en saber qué pasará de aquí diez años con toda esa
generación. No pocas voces temen que una vez sean mayores ya estén
listos para "matar judíos", una ilusión de madurez muy recurrente entre
la chiquillería.
Con todo, recuerda Ihab tratando de expresar
en palabras la esperanza innata del pueblo palestino, "tenemos que
vivir e intentar ser felices". Quizá eso explique las ganas de reír,
pese a todo, de una asistencia esforzada en dar las gracias a cada
momento e inmortalizar la alegría y los abrazos que se hacían con la
expedición en mil y un ‘selfie'. En palabras de Iván Prado, director del
Festiclown, "esta edición ha sido la más hermosa, compleja y necesaria
de todas, movilizando miles de risas, corazones y esperanzas desde un
lugar de humanidad llamado ‘payasería internacional', para derrumbar el
Muro de la Vergüenza, el miedo y el ostracismo, armados con narices de
payaso y con el alma a flor de piel".
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